Tiempos pletóricos.

Aventuras y desventuras de Don José.




Yolanda Farr. Foto Alcántara
Por aquellos tiempos había en Madrid un lugar elegido como centro de reunión por los artistas de todos los gremios: Bocaccio. Era esta una discoteca con dos ambientes. En el sótano estaba ubicada la pista de baile, con esa inmensa e imprescindible bola de espejitos cuyos giratorios reflejos ayudaban, junto al atronador sonido que salía de los muchos bafles, a enajenar el espíritu.  Pero el gran salón que constituía la primera planta era un agradable pub con influencias art déco, cómodas butacas forradas en terciopelo rojo burdeos y una larga barra de reluciente madera.
Tras ella se podía  admirar esa pared de  espejos artísticamente biselados sobre la que, colocadas en  estanterías, se exhibía un inmenso surtido de  botellas cuyos contenidos estaban destinados a satisfacer los caprichos del más exigente consumidor.

María Asquerino en su rincón de Bocaccio
A partir del cierre de los espectáculos allí nos reuníamos, sin necesidad de cita previa, con directores, periodistas, cantantes, músicos, o con otros actores, así como con fans que buscaban ver de cerca a María Asquerino, a Fernando Fernán Gómez, a Lola Flores, a Marujita Díaz, a Berlanga, a Jesús María Amilibia, a Tico Medina…Algunos tenían un sitio fijo y su propia tertulia, como la Asquerino. Otros éramos itinerantes. Puesto que la música del piso inferior llegaba al pub muy atenuada, se podía gozar con tranquilidad de esos cotilleos, de esos intercambios de experiencias con los que tanto  disfrutamos  los faranduleros. ¡Cuántas amenas madrugadas pasamos allí Jesús y yo, rodeados de amigos y compañeros noctámbulos, sumergiéndonos en el pozo sin fondo de sabiduría teatral que eran esos grandes personajes!

Pues bien, una noche se acercó a nuestra mesa un famoso actor al que no solíamos ver por allí: Juanjo Menéndez. A pesar de su reputación de persona conflictiva, aquel hombre era uno de los actores que yo más admiraba. Su presencia en el cine resultaba indispensable pero era en el teatro donde  demostraba su gran calidad histriónica. 

Sin preámbulo alguno, Menéndez  pidió a los que me acompañaban que le  hicieran sitio para sentarse a mi lado y una vez allí me lanzó estas palabras que, por motivos que conoceréis más adelante, no olvidaré nunca: “Yolanda Farr, quiero contratarte. Sé que tengo fama de problemático pero trabaja conmigo y comprobarás que no es cierto.” Y trabajé con él.

La obra de los italianos Terzoli y Vaime, Anche il bacan hanno un´anima, fue estrenada en España bajo el título de Nunca es tarde si la noche es buena. Y este era el ingenioso argumento: el día de su jubilación unos compañeros decidían regalar al probo inspector de sucursales del banco en que trabajaban, en lugar del consabido reloj, una aventura, una noche de amor por todo lo alto que le compensara de la vida gris  que había sido su constante. 

La parte conocida del regalo consistía en un fin de semana en Benidorm. La oculta era yo, prostituta de lujo que debía fingir un fortuito encuentro en el tren que desembocaría en  el verdadero regalo; una apasionada noche de sexo. Esto ocurría en los dos cuadros que componían el primer acto. En el segundo, tras mi desaparición y su regreso al hogar, halagado en su amor propio por la supuesta conquista, el hombre reanudaba, lleno de nuevos bríos, la vida con su esposa, papel interpretado de forma magistral por Pilar Bardem. Los ensayos fueron como miel sobre hojuelas. Yo, que siempre he temido a los primeros actores-directores, hube de admitir  que el trabajo de Juanjo era, no solo eficaz, si no también generoso. Los compañeros del jubilado en la obra eran  Pepe Albert, Jesús Molina y Paco Prada.

Para dar más lucimiento a mi papel Juanjo se inventó que entrara en escena atravesando el patio de butacas y llevando conmigo  un perrito. Por supuesto la idea me encantó. Ni sé cuantas veces, durante los ensayos, pedí que el animalillo me fuese entregado con el fin de que se acostumbrara a mí y se “aprendiera su parte”. Pero el actor canino no llegaba.

Y no lo hizo hasta el día del ensayo general en el teatro Romea de Murcia, la primera plaza de esa clásica gira de rodaje que solía preceder al debut oficial en Madrid.

El Yorkshire Terrier
Aquella tarde Juanjo se presentó en mi camerino con un precioso Yorkshire Terrier, diciéndome que lo había comprado esa mañana en un criadero donde ejercía la función de  semental. Sin duda su estampa era hermosa, con ese sedoso pelo largo, entre rubio y gris, y sus orejitas tan tiesas como si estuviesen almidonadas. Me aseguró que tenía 4 años y me urgió para que me “hiciera con él” pues al día siguiente debutábamos. Aquello era una barbaridad y la demostración fehaciente de su falta de conocimiento del mundo animal. ¡Establecer una relación de amo y mascota en unas horas, lograr que caminara al lado de una desconocida entre el público, que subiera la estrecha escalerilla hasta el escenario y que, una vez allí, sentado a mi lado, se mantuviera tranquilo durante los casi veinte minutos que duraba la escena me parecía un objetivo imposible!

En mi camerino, paralizado ante el nuevo y desconcertante entorno, el pobre perro permanecía agazapado en una esquina mientras yo dudaba sobre cómo manejar la situación cuando, de pronto, le oí toser secamente. Temiendo que el frío del suelo resultase perjudicial para su asustado cuerpecito le tome en mis brazos, a lo que él, con la docilidad que a la que le inducía su desamparo, reaccionó acurrucándose en mi regazo y durmiéndose con placidez mientras yo me maquillaba. Inmediatamente su tremenda inteligencia intuitiva le hizo adoptarme como su ama.

Con Don José en Nunca es tarde si la dicha es buena
Foto Alcántara
El ensayo general resultó  perfecto, así como el estreno y varias funciones posteriores, pues el animal acataba con sumisión mis indicaciones. Se había establecido de inmediato un vínculo de ternura y adhesión entre nosotros.

Desde la primera noche él durmió conmigo en los hoteles, juntos comíamos en restaurantes que  permitieran la entrada de animales, cosa poco frecuente, y unidos nos dirigíamos cada día a nuestro trabajo. Todo esto en contra de la opinión de Juanjo, que pretendía dejar por la noche al perro  en el teatro, encerrado en su bolsa hasta el día siguiente cuando llegara el momento de la función.

Pero el animalito, a pesar de mis cuidados, continuaba con sus esporádicas toses, así que decidí llevarle  a un veterinario. Cuál no sería mi sorpresa al ser informada por el doctor de que lo que tenía entre los brazos, aquel bello ejemplar canino, era un venerable anciano de más de diez años, bastante desdentado y con una bronquitis crónica. Eso acrecentó aún más mi cariño por él y, en reciprocidad, el apego del animoso viejito hacia quien lo cuidaba y lo mimaba.

En cuanto a la parte laboral, Don José, bautizado por mí con ese nombre a causa de sus toses de viejo fumador, era todo un éxito de cara al público. Cuando atravesábamos el patio de butacas los comentarios de “¡ay, qué ricura!” o “¡mira qué monada!” nos seguían hasta que ocupábamos nuestro lugar en el escenario, y muchas veces más allá de ese momento. Un bostezo del perro o el gesto intuitivo de echarse sobre mis piernas mientras, sentados en los asientos del tren, Juanjo y yo manteníamos nuestro diálogo, arrancaban jocosos comentarios de la audiencia. Eso molestaba al actor-director, que se sentía interrumpido y provocó  que la  situación se fuera volviendo más y más  conflictiva.

Secuencia del primer encuentro en escena  entre Menéndez y Don José. Fotos Alcántara
Don José, que intuía el rechazo de Juanjo, decidió pagarle con la misma moneda.Y acabó ocurriendo esto: con la actitud protectora de un Dóberman de 2 Kilos y 25 centímetros, cada vez que el actor intentaba acercarse a mí, el animalillo se le enfrentaba ladrándole con furia. Pero lo peor del caso es que esto al público le hacía aun más gracia,  provocando de nuevo los comentarios en voz alta de “¡ay, qué ricura!” o “¡mira qué monada!”. Sin duda esto alteraba el ritmo original de la escena, pero la reacción de Menéndez fue muy, pero que muy poco inteligente. En lugar de aprovechar aquello en beneficio de la comicidad de la obra, su rostro se volvía pétreo y sus irrefrenables gestos de rechazo al animal desdecían lo bondadoso de su personaje. Pero no podía evitarlo. El hombre decidió tomarse la actitud del perro como algo personal.

Juanjo Menéndez y yo. Foto Alcántara
Y así las heridas en su orgullo se fueron gangrenando de forma irremisible. Un día,  en Alicante y a punto del debut madrileño, Juanjo entró airado al camerino antes de comenzar el espectáculo, amenazándome con prescindir de Don José. Según decía, el perro se estaba cargando la función.

Esa  misma tarde, Don José, que desde mi regazo había seguido con atención la conversación, tuvo una reacción vengativa tan humana que de no haberla vivido en persona no la creería: tras el garboso paseo por el patio de butacas y una airosa subida al escenario, mirando directamente al actor, depositó a sus pies una reluciente y diminuta cagada. Algo que, por supuesto, nunca había hecho. El regocijo del público fue clamoroso y el cabreo que provocó en su “rival humano”, épico.

Aquello colmó la copa. Don José fue sentenciado a no hacer el debut en Madrid y yo a salir a escena con un perro de peluche. Por más que aquello me doliera no me quedaba más remedio que aceptar y hasta, de cierta manera, comprender la decisión del director-actor y también empresario. Sin duda el perro se robaba la escena. Y ya se sabe lo que eso puede molestar a un divo.


Pregunté cuál iba a ser el futuro del animal, y ante la respuesta de que sería sacrificado me llené de ciega furia. Le dije a Juanjo que bajo ningún concepto iba a permitirlo y que estaba dispuesta a denunciarle a la Sociedad Protectora de Animales. Mi voz debió retumbar por los pasillos y camerinos del teatro ya que la habitación se llenó de la presencia y el apoyo de todos los compañeros. Comprendiendo la mala publicidad que aquello le proporcionaría, el hombre reculó, aceptando, muy a regañadientes, mis condiciones: el perro seguiría con nosotros y, al finalizar las representaciones en Madrid quedaría a mi cuidado.


 El número musical. Fotos Alcántara
El debut  en el teatro Maravillas, fue el 20 de Marzo de ese 1982. Como venganza ante mi desafío el número musical que hacía en el segundo cuadro  fue eliminado y la bonita escena del tren, peinada y acelerada sin piedad, a pesar de que, tras una larga y seria conversación que sostuve con Don José, su agresividad contra Juanjo desapareció en su casi totalidad. Aunque os parezca imposible. Por supuesto la relación entre el director-actor y yo se volvió de una tirantez muy molesta. Pero no había más opciones que aguantar o despedirse y el mundo laboral no estaba para permitirse delicadezas. En realidad lo más sorprendente estaba por llegar.

Con Don José en casa
A los tres meses del estreno, Juanjo Menéndez disolvió la compañía. Tan solo un par de semanas más tarde supe que había reanudado los ensayos con otra actriz en mi lugar y un insulso peluche en el de Don José. La compañía salió otra vez de gira pero nunca me interesé por los resultados. Cuando yo termino con algo lo hago de forma radical. Por fortuna nunca tuve necesidad de volver a trabajar con ese hombre.

Así que mi querido compañero de tantos viajes y escenarios  vino a vivir a nuestra casa, donde fue recibido con gran cariño por mi madre y con marcada displicencia por nuestro Foxterrier Bobby.

En el próximo capítulo narraré, entre otras cosas que durante aquellos años 80 conmocionaron Madrid, mis experiencias en el estreno de El rey de Sodoma, obra teatral del enloquecido En el próximo capítulo narraré, entre otras cosas que conmocionaron Madrid, mis experiencias en el estreno de El rey de Sodoma, obra teatral del enloquecido personaje, y hasta ese momento vetado en España, que es Fernando Arrabal, ese eterno enfant terrible.



Fernando Arrabal



La "movida madrileña".



Yolanda Farr. Foto Alcántara
Los primeros años que siguieron a la muerte de Franco fueron nefastos para el cine y el teatro españoles. Como ya he comentado, la democracia trajo consigo una epidemia de desnudos y argumentos sicalípticos o insustanciales. No había una película sin altas dosis de desnudos u obra de teatro que no tratase de adulterios o prostitución. Gracias a eso subieron a la palestra un sinnúmero de muchachas cuya auténtica profesión era bien distinta a la actoral. Las actrices de siempre intentábamos consolarnos diciendo que se trataba de  un boom pasajero, que ninguna de aquellas rutilantes jovencitas duraría más de dos años en la profesión.

Salvo honrosas excepciones el vaticinio se cumplió, pero la realidad era que esas seudoactrices fueron ocupando, injustamente, el puesto de las auténticas profesionales. En aquellos años de descontrol de la sexualidad que España vivió entre 1975 y mil novecientos ochenta y pico, los papeles que estas starlets dejaban libres al cumplirse su fecha de caducidad, solían ser capturados por otras preciosidades de iguales características. Con lo cual la usurpación era  continua.

¡Hasta donde llegaría esto del desnudo obligatorio que en una ocasión mi querida Florinda Chico, ya entonces mayorcita y entrada en carnes, me comentó acongojada que para trabajar en Cría cuervos, de Carlos Saura,  había tenido que enseñar los pechos ante la cámara! Yo intenté consolarla diciéndole que eso era una epidemia nacional y que también las respetables Concha Velasco, en Yo soy Fulana de Tal, de Pedro Lazaga, Ana Belén en La petición, de Pilar Miró y hasta Carmen Sevilla en La loba y la paloma, de Gonzalo Suárez, se vieron obligadas a ceder ante la presión del “destape”, moda que, por desgracia, me tocó vivir de pleno, entorpeciéndome el camino hacia una carrera seria en el cine.





Y en 1980 comenzó a cobrar vida en Madrid un movimiento que rompería con cánones estéticos, artísticos y hasta morales: la “movida madrileña”. Su momento cumbre fue el 30 de mayo del 81 con la celebración  del “Concierto de Primavera”, organizado por la Escuela de Arquitectura. Aquel acto duró más de ocho horas y la asistencia fue  de unos 15.000 jóvenes ansiosos por resarcirse de la represión sufrida  durante el franquismo y los siguientes e inseguros años de la transición. Recordemos que estos festejos multitudinarios estuvieron prohibidos durante décadas.

Enrique Tierno Galván
Indudablemente sin la presencia en la alcaldía madrileña del profesor Enrique Tierno Galván y su abierto apoyo, nada de esto hubiese sido posible. “El viejo profesor”, como solían llamarle, era sobre todo un intelectual socialista de pro, un hombre  conciliador y de ideas aperturistas que dedicó gran parte de su vida a investigar y escribir sobre los fenómenos socioculturales de la juventud. En 1979, a pesar de que UCD (Unión de Centro Democrático, partido continuista del franquismo), estaba en el poder, Tierno salió elegido, aunque por escaso margen, alcalde de Madrid. Cómo sería de positiva su labor que, en las siguientes elecciones para la alcaldía efectuadas en el 83, ya bajo el gobierno del PSOE, Partido Socialista Español, obtuvo una apabullante mayoría absoluta.
Manifestación de duelo en la plaza de la Cibeles
por la muerte de Tierno Galván

Por desgracia  Tierno Galván murió en enero de 1986, aún ejerciendo como alcalde, y la emotiva despedida de su pueblo fue una manifestación popular que abarrotó durante todo un día las calles y plazas de la ciudad. 

Esa “movida madrileña” se alimentó más bien del mundo de la música y de la más joven intelectualidad. Los grupos y cantantes surgidos bajo su amparo fueron muchos e importantes. Por ejemplo Farenheit 451, Alaska y los Pegamoides, Los secretos, Nacha Pop,  Ramoncín, el Rey del pollo frito...

En el cine, como sorprendentes luciérnagas brillando en la oscuridad de ese viejo almacén de polvorientos trastos que era la industria, surgieron Fernando Trueba con Opera prima, del 80, Fernando Colomo y su ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?, del 79 y Pedro Almodovar, con su Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón, del 80 y Laberinto de Pasiones, del 82. Por cierto,  pocos saben que los inicios en el mundo de la farándula de este ahora prestigioso cineasta fueron como cantante en el dúo punk-glam paródico,  Almodovar y McNamara.


Y en medio de ese agitado mar cultural, vino a engancharse en mis redes una pieza de incalculable valor; nada menos que el estreno de la más reciente obra del controvertido escritor, dramaturgo, cineasta y uno de los creadores del “teatro del pánico” Fernando ArrabalConsiderado por Franco como uno de los “cinco enemigos públicos del régimen” había fijado su residencia en París desde 1955, pero estaba dispuesto a desplazarse a nuestra ciudad para esa magna ocasión. Aquello sería un hecho de una enorme importancia política y cultural. Autor prolífico, cuyo teatro estaba definido por el Dictionnaire des litteratures francés como “genial, brutal, sorprendente y gozosamente provocativo”, había escrito, en esta ocasión, una obra de teatro musical para dos actores, cada uno de los cuales debía interpretar a cinco personajes distintos. El título era El rey de Sodoma. Mi compañero iba a ser José Luis Pellicena, el director, Miguel Narros y se estrenaría en el Teatro Nacional María Guerrero, el más prestigioso de Madrid, el cinco de Mayo de 1983. Aquello era un sueño de proyecto. Durante dos meses y medio el trabajo fue agotador.

No era tan solo el hecho de aprenderse los endemoniados diálogos de aquellos cinco personajes que me tocaba interpretar, una maîtres y su cándida hermana gemela, una bombero, una monja y un desenfrenado mariquita. Lo más difícil era hacerlos creíbles. Luego estaban  las canciones compuestas para la ocasión por Manolo Díaz y las coreografías de Arnold Taraburelli. Incluyendo en el reparto al decorador Andrea D´Odorico, era obvio que lo mejor de lo mejor se había reunido para la ocasión.

Todo eran buenos augurios hasta el momento en que llegamos al escenario para comenzar los tres ensayos generales “con todo” que nos había concedido el María Guerrero. El decorado, con  base estética en el mundo pictórico del famoso Eduardo Úrculo, era espectacular pero de una abrumadora incomodidad para  los actores. Lo peor era la moqueta de largo pelo sintético que cubría la totalidad del suelo y en la cual se enganchaban  los altísimos tacones que me veía obligada a usar. Incluso fue necesario cambiar la coreografía de un número, homenaje a mi época de ballerina, en el cual yo había querido bailar en puntas. Como es fácil de entender, la bendita moqueta imposibilitaba deslizarse y evolucionar sobre zapatillas de ballet. Pero nuestra incompatibilidad llegaría mucho más lejos. Aquella trampa de largos y rosados pelos sintéticos me deparaba uno de los disgustos más grandes que he tenido en mi vida profesional.
Foto del ensayo general de El rey de Sodoma. A mis pies, a medio colocar, la moqueta que menciono.



La mala pata.
(Primera  parte)


Con José Luis Pellicena en El Rey de Sodoma
(Fijarse en la moqueta rosa chicle)

Son incontables las horas que hubimos de pasar encerrados en el Teatro María Guerrero durante esos tres días de ensayos generales. Casi sin darnos cuenta las mañanas se convertían en tardes, las tardes en noches  y después en madrugadas. Toda nuestra atención estaba dedicada a  resolver las docenas de problemas que surgían en el intento por poner sobre el escenario El Rey de Sodoma, esa endemoniada obra de Fernando Arrabal.

El encontronazo con la moqueta rosa-chicle de largos y asesinos cabellos que cubría la totalidad del suelo había sido tan solo el primero entre muchos obstáculos a vencer. Por supuesto José Luis Pellicena y yo teníamos bien memorizados los textos de los cinco personajes que debíamos interpretar cada uno, bien diferenciados los caracteres, pero ahora tocaba encontrar el tiempo para vestirlos y desvestirlos sin que hubiese un bache en el ritmo de la obra. El autor creía haber solucionado el problema con el manido recurso de dejar a uno de los actores en escena, soltando un cortísimo monólogo o interpretando una pincelada musical, mientras el otro hacía mutis para disfrazarse de su próximo personaje. Y creedme que disponíamos como máximo de un minuto y medio para aquellas transformaciones completas. Como llegar a nuestros camerinos era algo imposible por falta de tiempo, se había habilitado en la chácena, en el escaso espacio que quedaba tras el decorado, lo que en teatro se llama “un camerino de transformación”, es decir varios listones de madera sujetando unas cretonas que hacían el oficio  de cortinas. En este caso el improvisado habitáculo era largo y muy estrecho, con un trozo de tela que separaba la parte de Pellicena de la mía.

El Rey de Sodoma

El segundo día de ensayos, cuando llegó el  abundante vestuario, casi me da un patatús al comprobar  que las faldas y los bodys venían terminados con cremalleras y corchetes. ¿Os imagináis un actor, en las condiciones que he descrito, rodeado de total penumbra y en silencio, intentado acertar a toda velocidad con un pequeño corchete o subiéndose en la espalda una de esas cremalleras tan dadas a engancharse en el peor momento? ¿Pero para qué se había inventado el velcro, esas benditas tiras adhesivas que tantas urgencias solucionaban? Así que ante mi demanda, esa misma mañana el vestuario íntegro regresó al taller de Ana Lacoma para ser arreglado y a última hora de la tarde ya estábamos de nuevo colgándolo en las alcayatas que para ese fin se habían clavado en la pared. Aquello me hizo corroborar que ni figurinistas ni modistos pensaban en los artistas a la hora de idear o realizar esos fabulosos ropajes salidos  de la poco realista imaginación de los diseñadores.   Para ellos éramos tan solo maniquís de escaparate  sobre los que lucir sus creaciones.  

Y así llegamos al tercer y último  ensayo general. Los periódicos bullían con la noticia del estreno y el público, que se dedicó con suma diligencia a agotar desde fechas atrás las entradas, ardía de expectación.

El pase mañanero salió, como era de esperar, hecho un desastre en cuanto a fallos de iluminación, entradas de la música y demoras en nuestros cambios. A pesar de la innegable ayuda que el velcro nos aportaba, estaban también los zapatos y esas pelucas que, en las tinieblas y con las prisas, tenían la mala costumbre de entrar siempre sobre las cabezas al revés. Ay, las malévolas pelucas,  indispensables para completar las grandes transformaciones. Es decir que todos llegamos algo deprimidos al corto descanso que nos permitíamos para cubrir la irremediable necesidad de echarle combustible a nuestros cuerpos.

Con Pellicena en la escena de la monja
Sin embargo durante el ensayo de la tarde todo mejoró. La oscuridad de nuestros improvisados camerinos estaba atenuada por una pequeña luz de situación colocada en el suelo. La ropa, colgada por orden de uso en las alcayatas, estaba dispuesta a la perfección.  ¡Por fin nos habían proporcionado esa tan necesaria sastra! Además mis dedos corrieron con facilidad sobre las cintas de velcro en los rápidos cambios y hasta las pelucas encajaron a la primera sobre la  media que solía ponerme en la cabeza para facilitar su ajuste.  Estábamos ganando segundos preciosos en el ritmo de la obra.

Pellicena, yo, Arrabal y Narros durante el ensayo
Pero, durante la representación, algo entorpecía la fluidez de nuestros diálogos. De la oscuridad reinante en el patio de butacas, donde tan solo deberían estar la mesa del director, sus ayudantes y, en este caso, Jesús con su cámara, surgían murmullos que, a medida que avanzábamos en el desarrollo de la obra, se fueron convirtiendo en  escandalosas carcajadas y frases dichas a tono: “¡Joder, qué decorado!”, “muy buenos, estos chicos son muy buenos”. Estábamos desconcertados hasta que llegó a nuestros oídos aquel “ me cago en D…,¡si es que soy un genio!” que nos hizo comprender lo que estaba pasando. El insigne autor, eterno “enfant terrible” y controvertido creador Fernando Arrabal se hallaba observando el ensayo junto a nuestro director Miguel Narros. Jesús asegura que Arrabal llevaba dentro de su pequeña anatomía alrededor de dos litros de alcohol más de lo que un ser humano podría metabolizar. Cosa que, observando su comportamiento, no extrañaba en absoluto.

A causa de su desaforado entusiasmo, hubimos de hacer un corte  para que el hombrecillo pudiera subirse al escenario, revolcarse por la frondosa moqueta, zarandear aquellos grandes falos que eran parte del atrezzo, y, finalmente abrazarnos y plantarnos, tanto a Pellicena como a mí, un largo y apasionado beso en la boca. Como comprenderéis aquello rompió todo el ritmo del ensayo.

Cuando por fin lograron hacerle bajar, reanudamos el trabajo de manera chapucera. No había tiempo para retomar la obra desde un principio. Era ya de madrugada. 

Con Pellicena en El Rey de Sodoma
(Fijarse en la pared del decorado)


Estábamos en la penúltima escena cuando ocurrió la catástrofe. Ni durante todos mis años como bailarina, ni en aquellos espectáculos de cabaret en los cuales realizara arriesgados giros y saltos sobre altísimos tacones,  mis tobillos sufrieron la mínima torcedura. Claro que nunca había tenido un enemigo tan poderoso como aquella especie de yaciente monstruo peludo que con tan malos ojos me miró desde nuestro primer encuentro.

La cuestión es que, al efectuar un salto desde la cama al suelo, ya ensayado varias veces sin problema, el tacón de mi pie izquierdo se enganchó entre la maraña de pelos rosa-chicle haciendo que todo mi peso, aumentado por la inercia del brinco,  se desplomara sobre mi tobillo izquierdo. Nunca olvidaré el “crac” que escuché aún antes de sentir el tremendo dolor. En los primeros instantes nadie dio gran importancia a mi caída pero mis gemidos, acurrucada en un suelo del que me era imposible levantarme, les hicieron concienciarse de la gravedad del asunto.

Ya en los brazos de Jesús y mientras me trasladaban al hospital  en angustiada comitiva,  mi cerebro hervía de pensamientos deprimentes y dolor insoportable. No era posible. Aquello no me podía estar pasando. No  a  solo unas horas de uno de los estrenos más importantes de mi vida.

Portada del programa
Cuando, tras varias radiografías y una resonancia magnética, el traumatólogo me dijo que el hueso no estaba roto mi corazón intentó volver a su ritmo normal y el puño que atenazaba mi garganta comenzó a aflojar su presión. Pero esto solo duró lo que tardé en escuchar el dictamen del médico: tenía un esguince de tercer grado, el más grave, acompañado por un desgarro de fibras a valorar cuando bajase la inflamación. Era indispensable  ponerme una venda elástica hasta casi la rodilla y no podría andar al menos durante 20 días.

Si hubiese sido una comedia al uso, aunque dolorida, cojeando y con muleta, yo habría salido al escenario, pero tratándose de un musical la cosa era bien distinta. En esas condiciones ¿qué iba a ser de mí y del tan esperado estreno de El Rey de Sodoma? Dios mío, ¿qué iba a ser de todo aquel costosísimo proyecto?

 (Fotos de El Rey de Sodoma,  Jesús Alcántara)



La mala pata.
(Segunda parte).




Primer cuadro de El Rey de Sodoma
Los días de ese mayo de 1983 pasaban de forma lenta y dolorosa. Encerrada en la casa, imposibilitada  y sufriente, no solo en lo físico, el tiempo se hacía eterno. Tras el diagnóstico médico y sus indicaciones, veinte eternidades de reposo absoluto,  yo había sugerido al director Miguel Narros y a mi compañero José Luis Pellicena que me sustituyeran, a lo que gentilmente se negaron. Bueno, en realidad no estoy segura de si fue por gentileza o porque iba a ser inviable encontrar a una actriz que cantara, bailara y pudiese memorizar ese complicado texto de El rey de Sodoma en menos tiempo del que yo estaba condenada a la inmovilidad.

Los miembros de la compañía me visitaban con frecuencia, ejerciendo sobre mí una sutil presión que, precisamente al estar sustentada por  una lógica irrebatible, conseguía aumentar mi angustia. 

Resultaba que los Teatros Nacionales tenían dos sistemas de programación: una era producir sus propios espectáculos y la otra ceder a compañías particulares el uso y explotación de sus salas durante un tiempo determinado. Este solía variar entre un mes y dos meses. No importaba si la obra resultaba un éxito o un rotundo fracaso, daba igual si el patio de butacas estaba  vacío o abarrotado, si se trataba de una gran producción o de un simple monólogo. A nosotros, siendo un estreno de Arrabal, un montaje carísimo y una compañía con nombres prestigiosos, el María Guerrero nos dio dos meses para representar El rey de Sodoma: del 5 de mayo al 5 de julio.  Fechas improrrogables e imposibles de cambiar, pues la programación del teatro se preestablecía de año en año.

Es decir que, cada día que yo pasaba yaciendo en mi “lecho de dolor” era un día de ingresos perdido para la compañía y de teatro cerrado.

Con el fin de no regodearme en mi viacrucis y hacerme pesadasintetizaré mis angustias y pasaré a contaros que, recién cumplidos los 20 días del accidente, me incorporé a los nuevos ensayos y  el   27  de junio, con el tobillo aún hinchado y sujeto por una antiestética tobillera, atiborrada de paracetamol para soportar el dolor, Yolanda Farr tuvo uno de los más grandes éxitos teatrales de su vida. Es de justicia decir que compartido con su compañero José Luis Pellicena y con el director Miguel Narros. La pieza y  su autor, para nuestra sorpresa, fueron tratados por la crítica con displicencia y, a veces, hasta ensañamiento.


Sin duda el argumento versaba sobre aberraciones sexuales y no faltaban las herejías, pero ese era, y prácticamente siempre había sido, el mundo de Arrabal. Un universo de abierta provocación que el director y el decorador enfatizaron con pinturas casi pornográficas y con la colocación  de grandes falos diseminados por el escenario. En realidad se podía considerar una “obra menor” pero tenía originalidad, humor inteligente  y espectacularidad. Nunca entendimos qué otra cosa esperaba la crítica.


La monja del cuarto cuadro

Entre el público, que a pesar de todo llenaba la sala, las reacciones iban de la hilaridad extrema a la indignación, de los bravos  a los insultos, es decir, justo lo que el autor pretendía.

La parte más epatante  era aquella en la que yo, vestida de monja, bajaba del telar en una especie de trapecio, rodeada de luces cegadoras y flores, remedando  una aparición celestial, y acababa haciendo, sobre el escenario, un semi streaptease mientras cantaba un rock de letra absolutamente  anticlericalista. “La verdadera religión será sexual...”, así comenzaba la letra. Un clásico jueguecito provocador de Arrabal.

La chica bombero. Quinto cuadro
También estaba esa aparición como “chica bombero” que entraba en la habitación aduciendo que desde la calle se veía el humo causado por el fuego de nuestros escarceos pasionales. Según el autor, se trataba de un homenaje al género de la revista.

El mariquita. Cuadro séptimo

Mi transformación más difícil era aquella en la que tenía que convertirme en un mariquita desaforado, gordo y calvo, locamente enamorado de Romeo. Ese era el nombre del personaje interpretado por Pellicena  al que yo, Salomé, explotaba sexualmente. Además de desprenderme del vestuario anterior debía ponerme botargas bajo la ropa de hombre, un enorme culo de cartón piedra, que en un momento determinado mostraba al público,  y una falsa calva en la cabeza. Os aseguro que tan solo las grandes carcajadas que recibían al esperpéntico personaje  me compensaban por tamaño esfuerzo.

Y para finalizar, mi quinto personaje era la bella y bondadosa hermana gemela de la sádica mêtrese Salomé. Mi vestuario entonces era de un blanco resplandeciente, mis cabellos rubios y mi maquillaje de un pálido angelical. (Todos estos cambios que muestran las fotos debían ser realizados, cada uno, en alrededor de un minuto). Y este era el final de la obra; la redención de El Rey de Sodoma, lograda gracias al  puro y generoso amor de una celestial criatura dispuesta hasta a dar su vida por él. Como supondréis  los caracteres de la obra estaban parodiados.



Con Pellicena en el cuadro final
Os cuento todo esto para que podáis haceros una ligera idea del argumento  y del estado de agotamiento en el que mi compañero Pellicena y yo recibíamos la caída del telón. ¡Todo este esfuerzo para tan solo el mes y poco que el musical estuvo, a causa de mi “mala pata”,  sobre el escenario del Teatro María Guerrero!  Eso  sí, rodeado de escándalo y de halagos personales.

Días antes de terminar las representaciones José Luis Pellicena, su esposa y mánager Olga Moliterno y yo nos reunimos para estudiar la posibilidad de quedarnos con la obra y explotarla en provincias pero, tras hacer muchos números, tuvimos que aceptar  la dolorosa realidad:  el gasto de mover por España ese enorme decorado, que a la larga habíamos comprobado era más que necesario, nos resultaría imposible de afrontar.


Así que de nuevo hube de asistir a un entierro, solo que, esta vez el muerto, El rey de Sodoma,  estaba aún vivito, coleando y con ganas de juerga, lo cual hizo el asunto mucho más doloroso.

PD. Todas la fotos de El Rey de Sodoma han sido realizadas por Jesús Alcántara.


De estreno en estreno.



Desde octubre del 1982 hasta 1993 España estuvo gobernada por el PSOE, (Partido Socialista y Obrero Español) y nuestro presidente, su máximo líder, era un hombre joven de tal carisma que barrió en los sufragios del 82, obteniendo la mayoría absoluta entre un pueblo que estaba harto  de la ineficacia de sus anteriores gobernantes de derechas.
Felipe González

Aunque habíamos conseguido una transición sin violencia, gracias a esa rápida secuencia de gobiernos moderadamente continuistas, los españoles, que comenzaban a sentirse a sus anchas dentro de la democracia, decidieron experimentar con otras opciones, y como es lógico y humano, se lanzaron de cabeza a explorar los caminos que durante tantos años les habían sido vetados: los del socialismo. Sin duda el encanto andaluz y juvenil de Felipe González fue una baza  a su favor, pues es de sobra conocido lo importante que resulta para un líder poseer ese carisma que le he atribuido con justicia al comienzo de este capítulo. 
González y Guerra desde el balcón de
la sede del PSOE el día del triunfo



El tándem Felipe-Guerra resultaba muy efectivo de cara al pueblo. Alfonso Guerra, vicepresidente, hombre, en contraste con González, nada agraciado se caracterizaba por el sarcasmo e ironía que empleaba en sus discursos, convirtiéndole estas características en el ingenioso y divertido pícaro de esa literatura  caballeresca tan nuestra . Es decir que resultaban la pareja ideal.

Entre los años 80 y 84 la vida me hizo una serie de obsequios maravillosos; trabajo interesante y reencuentros con entrañables amigos cubanos que me llenaron de felicidad y, como era inevitable, de nostalgias de Cuba y de mi juventud.

Miriam Barredo y yo
Mi “hermana de sangre” desde la infancia, Miriam Barredo, aquella adolescente que partió de Cuba,  obligada por la dramática situación en la que Castro había sumido a la isla, (ver Instantánea 29), regresó a mi vida de la forma más fortuita y para nunca marcharse. Resultó que, viviendo ella en New York, teníamos sin saberlo un conocido en común, Javier Amaitriain, el cual visitaba su casa en los frecuentes viajes que hacía a la Gran Manzana. Pues bien, un día el hombre le mencionó tener en Madrid trato frecuente con una simpática artista“cubanita” (así me consideraron durante años), de nombre Yolanda Farr. Aquello fue definitivo.   La cuestión es que desde entonces Miriam comparte su vida entre su casa de New York y la que compró en la zona de Torremolinos, Málaga. Así que a partir de entonces nuestra amistad se reanudó con tanta perfección como si nunca hubiese sido interrumpida. No me negaréis que fue como un milagro.

Mequi Herrera y yo
Pero ese no fue el único. Mequi Herrera, la hermosa actriz cubana que desde  su exilio español, a principio de los años 70, se convirtiera en mi gran amiga,  esa maravillosa criatura que decidió un día marchar a EE.UU. y desaparecer, para mi desgracia, de mi vida, reapareció de súbito, tan bella y cariñosa como siempre. Estaba de vacaciones por España y había logrado localizarme. A partir de entonces, aunque esporádicos, nuestros reencuentros se han convertido en mis grandes alegrías. Ella ha fijado su residencia en Miami pero  la distancia no impide que, de vez en cuando, nos hagamos el maravilloso regalo de nuestra mutua compañía.

Lyda Triana, Gladys Triana y yo
Y cómo describir mi emoción cuando, tras varios años, volví a ver a Gladys Triana, de la  que tanto he escrito en mis Instantáneas cubanas  La estupenda pintora, en cuanto logró estabilizar su vida en la ciudad que  eligió para asentarse, ese perfecto "asilo de artistas y almas errantes" que es New York, comenzó a realizar viajes a España con el fin de estar con  su hermana Lyda, que, casada desde hace años con un español, Luis Bellido, formó su hogar en este país. Pero volviendo a Gladys, aquello nos dio la oportunidad de reunirnos, al menos una vez al año, y de ponernos al día con nuestra amistad y con el seguimiento de nuestras mutuas carreras. Por cierto que la  suya la ha llevado a ser, en estos momentos, una artista plástica muy considerada.



En lo profesional 1984 fue para mí un año de excelentes relaciones amorosas con las pantallas, tanto de cine como de televisión. Tres películas mías se estrenaron casi al unísono: Violines y trompetas, de Romero Marchent,  Mi amigo el vagabundo y Operación Mantis, dirigidas estas dos últimas por Jacinto Molina. Por cierto, para el que desconozca el dato, diré que ese era el verdadero nombre de un personaje muy especial dentro de la cinematografía española: Paul Naschy, adorado por los abundantes seguidores de sus películas de “monstruos y susto”. Protagonista de sus propios films le apasionaba esconderse tras laboriosas caracterizaciones de hombre-lobo o sangriento vampiro. Con escaso presupuesto realizaba películas de segunda categoría que cumplían el cometido de  divertir a un público, no demasiado exigente pero entusiasta.  En ellas invertía por completo su capital y ponía todo su corazón.

El día en que me llamó para participar en Mi amigo el vagabundo temí que se tratara de uno más de sus homenajes al género de terror y aquello no me hacía ninguna ilusión. Pero estaba equivocada. El guión era tierno y ameno, mi papel, una estricta  institutriz alemana, era largo y lucido y para mayor satisfacción   trabajaría de nuevo con José Luis López Vázquez. Él, Jesús Puente y yo, acabábamos de ser el trío protagonista de Violines y Trompetas, así que nuestra relación era reciente y grata. También tendría la oportunidad de actuar junto al gran José Bódalo,  el que fuese mi marido en la película Los hijos de papá, y con Florinda Chico, gran persona y aún mejor cómica. El niño en el cual se centraba la acción, Sergio Molina,  era un encanto, dulce, educado y con un gancho para la cámara extraordinario.
Paul Naschy y dos de sus caracterizaciones
Cuando una vez comenzado el trabajo supe que se trataba del hijo de Molina-Naschy no me sorprendí en absoluto ya que el director-actor era una persona tan educada y con tanta clase que sorprendía  su afición a esos horripilantes personajes que solía  interpretar. Por desgracia mi segundo e inmediato trabajo con Naschy, Operación Mantis, una sátira de las películas del James Bond de aquella época, resultó tal fiasco  que le arruinó manteniéndole fuera del negocio durante algunos años.

Pero mi labor más hermosa y satisfactoria de ese año fue el rodaje para TVE de la pieza de Anton Chejov, Veraneantes, bajo la experta y sensible dirección de Alberto González Vergel.  Mi primer encuentro con el controvertido director resultó   como sacado de un guión cinematográfico.

Alberto González Vergel
Una noche en la que asistía con Jesús a un acto cultural un hombre se me acercó  y, después de identificarse como González Vergel, me ofreció un papel protagónico en su próximo trabajo para la tele. Dijo que seguía mi carrera con admiración y que le satisfaría  poder contar conmigo. Por supuesto, ya que aquel nombre venía acompañado de un gran prestigio artístico, mi aceptación fue inmediata. Aunque con fama de déspota, os aseguro que, tanto durante el largo rodaje de la serie como en trabajos que vendrían después, mi contacto con el no pudo ser mejor ni más aleccionador. Reconozco que en algunas ocasiones adoptaba actitudes  prepotentes con ciertos compañeros, pero lo cierto es que la mayoría de ellos se merecía serios rapapolvos por indisciplinados y renuentes a seguir directrices, vicio muy frecuente entre los actores españoles.  En realidad aquel hombre, al que puse el nombre de Doctor Jekyll y Mister Hyde, tenía dos caras tan marcadas como las del personaje de Robert Louis Stevenson: en su trato personal era un dechado de buenas maneras y una continua fuente de información cultural, mientras que en el trabajo se convertía en un ser irritable y proclive a exaltarse. 

Primera etapa de Veraneantes



Caracterización para la
última etapa de Veraneantes

Veraneantes contó, durante sus ocho capítulos, con  un amplísimo elenco de los mejores actores del momento. Aunque todos, hasta el más pequeño,  eran papeles lucidos los protagonistas de la mini serie fuimos Miguel Ayones, Fernando Cebrián, Ana María Vidal, Pepe Martín, María Luisa San José, María Silva, Carmen Bernardos y yo, en un personaje que   reflejaba minuciosa y fielmente el paso de los 40 años en los que transcurría la acción.
Pero no solo las pantallas llenaron mi vida en aquel 1984.
En  junio, Adolfo Marsillach me había ofrecido ser la protagonista femenina en el estreno mundial de su más reciente invento teatral: Cinematógrafo Nacional. Espectáculo sicalíptico musical. Aventura que narraré en mi próxima Instantánea.

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 Marsillach y el Cinematógrafo.





Foto Jesús Alcántara
¿Alguna vez, al entrar en un lugar desconocido, una sensación de dejá vu os ha dejado anonadados? ¿Y en ese momento, sumidos en una especie de euforia, habéis sentido que todas las vibraciones positivas circundantes acudían a recibiros,  como si  os hubiesen estado esperando? Pues esas habían sido mis sensaciones cuando, en 1970, acudí por primera vez al Teatro de La Comedia con objeto de comenzar los ensayos de la obra Tiempo del 98,  esa aguda crítica política que durante el franquismo habíamos logrado, con gran coraje, colar por entre las faldas de la censura. Aquel teatro a la italiana me cautivó desde nuestro primer encuentro.

14 años más tarde, un día de principios de julio, en compañía de Adolfo Marsillach, de José Sazatornil, “Saza” y de algunos otros compañeros, al atravesar sus puertas para asistir a la primera reunión de compañía de Cinematógrafo Nacional, el milagro volvió a repetirse con toda su intensidad. Mi corazón se arrebató de alegría.  Otros teatros conocidos, y ya eran muchos y diseminados por todo el territorio español,  me resultaban, en el mejor de los casos, respetables moradas de Talía o Terpsícore.  Pero estar en La Comedia despertaba en mi alma sentimientos tan intensos, tan personales que me hacían llegar a creer que ese templo en particular había sido en realidad edificado para mí. Los desconchones de sus paredes me parecían esbozos de sonrisas, el olor a polvo del patio de butacas me provocaba el ansia de aspirar profundamente, como si mis pulmones necesitasen de ese aire viciado para funcionar  y los algo ajados terciopelos de las cortinas me llamaban con la urgencia de cálidos amantes cuyos brazos ansiaran cobijarme. Por esas razones, al regresar a mi adorado teatro, al irrumpir en su afrancesado vestíbulo me volví a sentir enamorada. Sí, a veces, no se sabe por qué, el alma de un lugar se apodera de la tuya y la fascina. ¿Nunca os ha ocurrido algo semejante?

 Carteles del estreno de Cinematógrafo y Cuadros Disolventes y foto de La Gatita Blanca
Marsillach recurrió a mí en esa ocasión porque le estaba resultando muy difícil encontrar una actriz capaz de cantar La chispa eléctrica, un aria en tesitura de soprano, con orquesta en el foso y sin megafonía alguna. Es decir, en el más estricto de los directos. La intención del autor-director era conservar al máximo la ambientación de principios del siglo veinte, momento en el que se había estrenado en España Cinematógrafo Nacional, esa revista cómico lírica de un acto  cuyos autores eran Perrín, Palacios y Giménez.

El invento de Adolfo había consistido en hacer una ligera poda de los diálogos e incluir en el segundo acto  parte de otras dos obras del género, también en un acto; La gatita blanca, de Jackson Veyán, Giménez y Vives y Cuadros disolventes, de Perrín, Palacios y Nieto, todas estrenadas entre 1896 y 1907. Por supuesto el vestuario era un remedo perfecto del que aparecía en fotos de cupletistas y de personajes populares de entonces. Es decir que el espectáculo era preciosista, colorido, variado y un bello homenaje a hermosos tiempos pasados de la farándula.
"Saza" y yo en La gatita blanca. Segundo acto
de Cinematógrafo Nacional

El reparto lo componían Blaki, Natalia Duarte, Mara Ruano, Alberto Fernández y Francisco Portes, todos actores-cantantes, y era protagonizada por José Sazatornil, “Saza”, y por mí. También contábamos con un coro-ballet de 16 personas. La orquesta estaba dirigida por Pepe Nieto, la coreografía era de Skip Martinsen y la escenografía del gran Carlos Cytrinowski. Por supuesto lo mejor de lo mejor para Marsillach.

“Saza” era, además de un hombre de exquisita educación y maneras decimonónicas, un importantísimo actor de comedia, con una filmografía interminable y una bonita voz abaritonada. La mía era pequeña pero poseía un timbre agradable y una tesitura que abarcaba desde la de mezzo hasta la de soprano.
Yo en la aparición de La chispa eléctrica.
Primer acto

¿Me imagináis en el fondo del escenario, sobre una alta plataforma provista de una estrecha escalera, vestida con un traje que pesaba 23 kilos, bajando deslumbrada los escalones mientras cantaba a todo pulmón con el fin de hacerme oír sobre una orquesta de 14 despiadados músicos? ¿Y para colmo sin megafonía alguna? “Saza” y yo, durante los ensayos, intentamos con denuedo convencer a Marsillach de lo absurdo de ese purismo, de que incluso sería perjudicial de cara a un público que ya estaba acostumbrado al sonido de las voces pasadas por el micro y los bafles, pero fue en vano. Así que todos los intérpretes vivimos, durante los dos meses de representación, aterrados ante la posibilidad de coger un catarro o una afonía.

Tal y como nos temíamos, el público no logró engancharse al espíritu  nostálgico del espectáculo, por lo cual aquella experiencia se puede catalogar como un gran fracaso. Algo que sorprendió y humilló a un Adolfo Marsillach acostumbrado a los éxitos y considerado en esos momentos, más que un actor, un intelectual de gran prestigio. El hecho es que, sin querer dar su brazo a torcer con respecto a lo del sonido, después del estreno nos abandonó para iniciar su labor actoral en una serie de TVE, dejando a cargo del seguimiento de la función a Roberto Alonso, uno de sus ayudantes.



Marsillach fue, a lo largo de toda su vida artística, un personaje importante y difícil de catalogar. Él se describía como un  luchador por las libertades durante el franquismo y sin embargo había sido nombrado director del Teatro Español en el año 65, cosa imposible para quien no tuviese el beneplácito de la dictadura. Tiempo después, llegada la democracia fue acogido por el nuevo sistema y por el público bajo el epíteto de persona progresista. Hasta tal punto que en el 78, en plena democracia y por supuesto con todo el apoyo gubernamental, fundó el Centro Dramático Nacional y con posterioridad creó la Compañía Nacional de Teatro Clásico, ocupando para su uso exclusivo ese Teatro de la Comedia del que hablo con amor al comienzo de este capítulo.  En mi opinión Adolfo fue un hombre camaleónico y poseedor de una inteligencia aguda. Todo un personaje. 

Y paso a contaros una anécdota correspondiente a ese malogrado espectáculo

Una tarde, antes de comenzar la función, el regidor me comunicó que Justo Alonso,  el productor, estaba en el camerino de “Saza” y que ambos querían hablar conmigo. Así que hacia allí me dirigí temiéndome lo peor. Pero aquella reunión no iba a versar sobre suspender las representaciones del Cinematógrafo, como yo pensaba. De hecho, ambos estaban buscando, según ellos, una solución para salvar el espectáculo. Y no sé a cuál de los dos se le ocurrió que, con el fin de “alegrar” los textos, “Saza” se dedicara a incluir en ellos  chistes subiditos de tono y hasta alguna que otra alusión a  políticos del momento. Mientras, yo debía apoyarle con “frasecitas” que dieran entrada a sus gracias, convirtiendo así mi personaje en su “pared de frontón”.

Y no es que eso me molestase, en peores garitas había hecho guardia, pero aquello transformaba la función  en un híbrido, arrebatándole su bella cualidad de “reliquia de tiempos pasados”, de amena clase de historia de la revista cómico lírica, género totalmente olvidado, y de los usos y personajes de finales del diecinueve y principios del siglo veinte. Lo cual era para mí su mayor encanto y originalidad.

Mi respuesta a la proposición fue clara y tajante: aceptaría cualquier cambio siempre que fuese el propio autor-director quien me lo plantease. Aquello no gustó mucho al productor ni a “Saza” pero yo insistí en que la orden partiese de Marsillach en persona, pues me temía que le estaban intentando hacer una jugarreta y no era cuestión de ser cómplice en algo que me pusiese a mal con tan insigne personaje.

Un par de días después Roberto, el apocado ayudante de dirección, se presentó en mi camerino y me comunicó que Adolfo no tenía tiempo para venir a vernos pero que sus palabras habían sido, “diles que hagan lo que quieran con la obra”. Es decir que, para mi sorpresa, el gran hombre se desentendía. Con lo cual no había más que hablar al respecto.
Nunca he logrado entender la actitud de Marsillach, sobre todo teniendo en cuenta su fama de director estricto y autor puntilloso.


En fin, la cuestión es que desde esa misma función se incluyeron en los sketches  unos chascarrillos que  salvo algunas risas de los asistentes, no nos aportaron ningún beneficio. Muy por el contrario nos hizo perder el apoyo de  ese público inteligente que había apreciado, en un principio, el elegante y minucioso trabajo de rebusca en el pasado que eran las principales virtudes de Cinematógrafo Nacional.

Mi objeción inicial  fue causante  de que las relaciones con el productor, Justo Alonso y con José Sazatormil, “Saza”  se enfriaran. Aquello no me sorprendió. Pero sí lo hizo el hecho de que Adolfo nunca tuviese una palabra de reconocimiento para con mi arriesgada actitud en defensa de su creación. A pesar de todas las experiencias adversas que había tenido a lo largo de mi agitada vida, creo que fue a partir de ese  momento  cuando comencé a entender que la forma demasiado estricta de ver mi existencia y mi profesión  era la herencia de unos padres honestos a la vez que  disciplinados en extremo, es decir una aleación que estaba resultando nada maleable y por lo tanto poco práctica en los tiempos que vivíamos.

Desde que comencé a tener uso de razón mi mundo soñado había sido, ya podéis comenzar a reír, un lugar donde el arte fuera tan puro que pudiese estar  divorciado de la política, donde no existiesen fronteras terrestres y mucho menos raciales, donde las clases sociales no fuesen tan drásticamente definidas,  donde el amor y el sexo no tuviesen más límites que los estipulados por las partes interesadas, donde se venerase a un Dios poseedor de un corazón compuesto por enormes montañas de comprensión y benevolencia. Sin embargo estaba comprobando que las tendencias marcadas por las “mentes brillantes” que regían nuestras vidas eran opuestas a mis sueños. Ahora resultaba que TODO era política, se apoyaba a los países que pretendían fragmentarse escudados tras  autonomías o nacionalismos, la sociedad se dividía cada vez más en ricos y pobres, nos creíamos con el derecho a juzgar, criticar y legislar hasta sobre el “sexo de los ángeles” y surgían de continuo nuevas religiones regidas por supuestos dioses llenos de furia y  codicia de almas y  bienes materiales. 

Y para finalizar este casi impúdico striptease que ha hecho mi alma, pasaré a compartir con vosotros el único recuerdo en verdad agradable que guardo de Cinematógrafo Nacional.


La noche de nuestra despedida el jefe de sala se acercó a mi camerino para entregarme un bonito álbum de cuero que “su admirador secreto ha  dejado para usted”, dijo. Como era idéntico a uno que había llegado a mis manos, rodeado del mismo misterio y  tras otra última función, la de El Rey de Sodoma de Arrabal,de inmediato supe lo que contenía. Por lo tanto  me apresuré a abrirlo, confieso que con el insano propósito de dejarme llevar por la emoción y derramar alguna lagrimita. Y no me equivocaba. Al igual que en el caso anterior en sus páginas venían, primorosamente pegados y clasificados, todos los recortes sobre Cinematógrafo que habían sido publicados en la prensa española. Así que, haciendo una pausa en el siempre triste proceso de recoger por última vez los enseres personales, acto en este caso acompañado por la nostalgia de “lo que pudo haber sido y no fue”, sentada por vez postrera ante la coqueta de mi camerino dediqué a ese admirador secreto un imaginario beso de agradecimiento que, estaba segura, nunca le llegaría . O al menos así lo creía a finales de ese mes de noviembre de 1984. Pero ¿conocéis la letra de la canción que reza, “sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas”?

Fotos de Cinematógrafo Nacional, Jesús Alcántara

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