sábado, 25 de febrero de 2012

Instantánea 17- El Shanghai. Un teatro muy especial. Primera parte


Fachada del Shanghai. 1920 
En 1860 los norteamericanos, considerando ser víctimas de un "superávit" de asiáticos que habían acudido al país durante la larga y sangrienta construcción del ferrocarril intercontinental,  decidieron prohibir  la entrada a más chinos, y miles de ellos, que intentaban radicar en California, fueron expulsados. Como en una avalancha, Cuba se llenó de rechazados asiáticos que se traían consigo sus costumbres, sus tradiciones y la respetable cantidad de dólares ganados en USA "con el sudor de sus frentes". 

Cuba ya contaba con una  pequeña población china que  había acudido a la isla con el fin de trabajar en la Zafra, pero estos nuevos visitantes traían planes y medios económicos para desarrollarlos. Pronto implantaron su ghetto en la calle Zanja, abriendo un sinfín de negocios, legales en su mayoría, pero también promocionando   la prostitución,  la venta de drogas y el juego. En 1870 aquellos comerciantes crearon una sociedad con el propósito de importar de su país espectáculos, en especial una variante de la “opera cantonesa” y  construyeron un teatro al que llamaron "Shanghai"  que acogió durante años, en exclusiva, esos sutiles y exóticos géneros teatrales . Y ese fue el antecedente del provocador "Teatro Shanghai"  que, durante las décadas de los 30, 40 y 50, sería visita obligada de turistas y nacionales.

Por motivos económicos el local había pasado a manos de un propietario cubano que lo convirtió en un espacio donde el bufo y el burlesco se fusionaban formando un cóctel erótico que  a veces rayaba en lo pornográfico. Pocos, poquísimos cubanitos de aquella época podrán negar su asistencia a ese local, aunque fuese una vez en sus vidas, con el fin descubrir un mundo lleno de imaginación y sexualidad.  Cuentan que el espectáculo se basaba en "sketches" sacados de sainetes cubanos, adaptados  por Antonio López, muy semejantes a los del  "Alhambra", el famoso teatro vernáculo de La Habana, pero aliñados con situaciones más que picantes y  frases de intenso color verde.  Entre texto y texto se intercalaban números musicales ejecutados, con esa sensualidad que solo las  cubanas pueden tener,  por provocativas vedettes a las cuales acompañaba desde el foso la orquesta del local. Pero la parte más esperada por el “respetable” era aquella en la que  las modelos aparecían en escena cubiertas  con una larga capa o por grandes abanicos y tras un redoble de la batería las abrían o los cerraban, según el caso, mostrando al expectante público sus cuerpos totalmente desnudos. Arriba el telón, abajo el telón. Un visto y no visto. Es decir, una especie de “cuadro plástico”.
El número de los conejitos.

Chicas de Moulin Rouge.
Había un número muy aplaudido en el cual las modelos aparecían con sus   partes púdicas cubiertas por unas figuras de conejitos de contrachapado  que, al finalizar, desplazaban dejando al descubierto sus rizados  y frondosos bosquecillos. Un número erótico  semejante a los del famoso Moulin Rouge de París, cabaret que desde tiempos ancestrales se dedicaba al  “burlesque”. De esta manera me  ha descrito el espectáculo habanero un gran amigo cubano cuya jovencísima y prepotente  libido muchas veces se enervó mientras permanecía sentado en aquel patio de butacas del Shangai.

Aunque parezca mentira eso era todo. Al menos en un principio. Pero aquello resultaba más que suficiente para que la audiencia, ya calentada por la picardía de los sainetes, estallara en exultantes bramidos. Ese fue, durante muchos años, el “procaz Teatro Shanghai", un candoroso divertimento en comparación con lo que en nuestros días está al acceso de adultos,  adolescentes y hasta niños gracias a internet e incluso al cine y la televisión. Pero ese monstruo de miles de estómagos, cuyo apetito es capaz de devorar sin piedad a sus víctimas, ese tirano, el público, comenzó a exigir alimentos más fuertemente sazonados. Los divertidos sainetes hubieron de volverse más agresivos y picantes y los desnudos más frecuentes y sicalípticos. Dicen que incluso, a mediados de los 50, en aquel escenario  un negro levantaba, con su enorme cipote,  pesas de varios kilos y que, en función de medianoche, se comenzaron a exhibir películas porno. Cuestión de adaptarse o morir, supongo.
Fachada del Shanghai 1950.
El sagaz copropietario del atrevido "Teatro Shanghai" era José Orozco.

Pero escudada en el anonimato, como correspondía a toda señora casada y decente, estaba una mujer que controlaba su reino supervisando el vestuario de las vedettes, el desnudo y las actitudes de las modelos, sin duda con una disciplina alemana que debía ser lo único que le quedaba de sus raíces teutónicas.  Mi  abuela Jenny Yeck de Orozco.




En los comienzos de los años 30 debutó allí un actor al que, años después,   la televisión elevaría a la fama y con el cual, en 1962, yo haría una gira teatral por la isla: Enrique Arredondo. Gracias a él tuve la oportunidad de conocer una hermosa Cuba colonial que, centrada mi actividad  en esa moderna ciudad que era La Habana, ni sospechaba que existiera; Sancti Espíritus, Santa Clara, Las Villas, Trinidad, Matanzas ...




Emilio Ruiz.
(El Chino Wong)


El  teatro vernáculo se inspiraba en la personalidad de los principales componentes étnicos de la población. Estos eran el gallego (el cornudo), el negrito (el pícaro) y la mulata (el desencadenante) y  el chino, (el trapichero). Por cierto que, durante las décadas de los 40 y 50, otro actor, al que la tele también haría popular, trabajó en el "Shanghai": Emilio Ruiz, "El Chino Wong".
          Enrique Arredondo              Carlos Pous y Natalia Herrera             Garrido y Piñeiro
Cuquita Carballo
Carmela


Resultaba muy curioso  que los papeles del negrito y del chino jamás fuesen interpretados por personas de esas razas. Era el maquillaje el que los convertía en sus personajes. Eso siempre me sorprendió. Algunos de los más populares “negritos” de la época fueron el ya mencionado Arredondo, Rafael Arango, Leopoldo Fernández, Carlos Pous y Alberto Garrido. Muchas vedettes pasaron por ese escenario, entre ellas Cuquita Carballo, Carmela, y Conchita López la cual, según  se dice fue la mejor “stripper” que La Habana conoció.


Poco después de nuestra llegada a Cuba, viviendo ya en Marianao y habiendo comenzado mis estudios de música en el conservatorio Falcón, mi madre solía llevarme por las mañanas a ese teatro. Os contaré el porqué. Ya que no disponíamos de dinero para adquirir un piano,
 a los casi 10 años mi madre me llevaba allí con el fin de  que practicara mis lecciones en el anciano vertical de la orquesta. Para mí era maravilloso volver a introducirme en el mundo de mis nostalgias, atravesar el patio de butacas, sumergirme, aunque fuese a distancia, en el rojo océano del telón de boca.



A plena luz del día y acompañada por el fondo musical de una escoba con la que alguien intentaba barrer los estragos de la noche anterior, la imagen de un teatro debería haber sido algo desangelado y desmitificador pero mi imaginación lograba llenarlo de focos multicolores, de aplausos, de Estrellita Castro, de Imperio Argentina, de las adoradas Pfarry Sisters deslizándose como ingrávidas garzas o apasionadas tigresas por el escenario.


No es pues de extrañar que me sintiera en mi auténtico hogar cuando mamá me dejaba sentada al piano y salía a dar un paseo por la hermosa ciudad habanera de aquellos años, volviendo   a recogerme, con esa puntualidad tan germana, una hora más tarde.


Una mañana del mes de noviembre, una de esas mañanas en las que  mis ensoñamientos habían detenido el tiempo y paralizado largo rato mis dedos sobre el desgastado teclado, recibí una grata sorpresa: en el escenario surgieron cuatro personas a las que identifique de inmediato como actores en vías de comenzar un ensayo. El grupo lo componían una bella mulata y tres hombres blancos. Comprendí que, sin duda a causa de la penumbra del foso en el que me encontraba, era imposible que repararan en mi presencia, así que me dispuse a disfrutar de aquel regalo, acurrucada en la oscuridad y en el más total silencio.


“Cheo, sube el telón y pon la luz de ensayo”. ¡Bien conocía yo como comenzaba ese proceso!  “¡Empieza Cuca!” ordenó segundos más tarde la voz masculina. Y  el ensayo empezó.

Don Juan, Don Juan, soy doncella, la puntica nada más”, exclamó la mujer, “Nada, nada, toda ella, y los cojones detrás”, fue la airada respuesta de un hombre, pronunciada  con exagerado acento gallego.

Y esto es lo último que pude oír pues mi madre, cual furiosa valquiria con los cabellos flotando al viento, atravesaba en ese momento el patio de butacas dejando tras de sí un remolino de premuras.   Agarrándome por un brazo, con las mejillas arreboladas, la alemana  me sacó en volandas de mi escondido disfrute, provocando,   el desconcierto de los actores.

En un silencio que no me atreví a romper ante su inusitada actitud, hicimos el viaje de vuelta a casa en  esa ruta 30 que sería, durante los 18 años que viví en Cuba,  mi particular carroza, mi limusina.
Margarita Xirgu en la
Doña Inés.

Una vez allí papá me explicó, al ver mi desconcierto, que, al igual que sucedía en España,  Cuba homenajeaba a Zorrilla en el mes de noviembre y que lo que había escuchado era una versión en broma del famoso “Don Juan Tenorio” de Zorrilla.  “Si otro día vuelve a suceder lo de hoy debes abandonar de inmediato la sala pues a los actores les molesta muchísimo que alguien vea sus ensayos”, apostilló mi padre. Y así, con el edulcorado pensamiento de que los actores cubanos eran muy ariscos y la información de que en el "Shanghai" se hacían sátiras y parodias, es decir, obras en “broma”, me hube de quedar durante algún tiempo.

En este capítulo de mi blog he intentado describir la “cara” de ese famoso teatro.  En el próximo narraré su sorprendente “cruz”.

AGRADECIMIENTOS.
Quiero agradecer la colaboración fotográfica  de mi admirada amiga María Argelia Vizcaíno así como sus menciones a mí blog en su Faranduleando y sobre todo a esos ánimos que tanto impulso me dan, al igual que al escritor y crítico Juan Cueto-Roig, generoso revisor de mis textos desde el primer capítulo, sin cuya ayuda me sentiría desamparada. Gracias por el voluntariado.


Próximo capítulo: El Shanghai. Un teatro muy especial.Segunda parte. 







sábado, 18 de febrero de 2012

Instantánea 16 - Cuba y las sorpresas.



Un embriagador aroma a flores desconocidas, una brisa tibia y  espesa como el aliento del amor, una luna llena que amenazaba con salirse de los márgenes de la noche, una música de procedencia ilocalizable, una lejana voz embrujadora entonando que la múcura estaba en el suelo y que “mamá no puedo con ella”,  la sensación de que el “son sabrosón” se iba apoderando de nosotros aún antes de haber sido formalmente presentados y risas, risas, risas, como si la isla entera hiciera alarde de su felicidad…

Todo eso nos recibía mientras, con una mano en la de mi madre y la otra en la de mi tía, bajábamos por la escalerilla que  conducía al muelle. Y allí al fondo, una  figura de mujer, pequeña y frágil como una muñeca de porcelana, enfundada en un vaporoso vestido blanco y llevando en la cabeza una anacrónica pamela blanca. La forma en que su albura resaltaba sobre la mugre del muelle y la oscuridad de la noche convertía su imagen en algo onírico, como si de un fantasma se tratara. “Esa es tu abuela Jenny” exclamaron las mellizas casi al unísono, “corre y abrázala”.

Mi abuela Jenny

Así que, sin saber casi nada de esa mujer pero obedeciendo a las instrucciones de ganarme su corazón que había recibido durante el viaje, me dirigí hacia ella con los brazos extendidos y la más cautivadora de las sonrisas infantiles en mi rostro. ¿Imagináis lo que es chocar contra una pared de hielo? Pues eso es lo que sucedió cuando, al acercarme a ella, las palabras que salieron de su boca fueron, “quieta, niña, que me vas a manchar”. Y allí quedé, mis brazos extendidos en un vacío que jamás se vería llenado por su afecto. Tras un par de tibios abrazos a sus hijas y saludos a su yerno se hizo un silencio de esos que hacen decir “ha pasado un ángel”, solo que, por su duración e intensidad a mí me pareció que estaba pasando toda la corte celestial.

Mi abuela y sus hijas hacía 18 años que no se veían, 18 años desde que las mellizas y Arsenio tuvieran que huir de Cuba, anatemizado el amor de los dos tórtolos por Amanda, en esos momentos la esposa de mi padre, que se negaba a concederle el divorcio, y por el egoísmo de una madre que no aceptaba perder la fuente de ingresos que eran las jovencísimas y exitosas "Pfarry Sisters". 18 años desde que mi abuela pusiera contra mi padre la famosa y absurda denuncia de rapto en la comisaria. 18 años sin comunicación entre ellos y ahora, que acudíamos al reencuentro respondiendo a su invitación, parecía que la lluvia de rencores maternos no  había amainado. (Instantáneas 5 y 6). “Jenny, te hemos traído lo que nos encargaste. Y hay que pasar por aduana para recogerlo”, dijo mi padre rompiendo el angustioso silencio.
Una vez allí se hicieron los trámites para que una enorme caja de madera, de alrededor de dos metros por uno y medio, que sin duda viajaba con nosotros pero de la cual yo no había tenido noticias hasta ese momento, fuese entregada. Por supuesto aquel enorme cajón despertó mi curiosidad pero como presentía que no estaba la cosa para hacer preguntas, el misterio se mantuvo intacto  durante algún tiempo.

Cadillac del 48
En realidad demasiadas cosas  impactantes habían surgido en mi vida  como para que me ocupara de pequeñeces, aunque estas fueran de dos metros por uno y medio. Finalizado el papeleo nos dirigimos todos a casa de la abuela en un flamante Cadillac burdeos del 48.
Y fue entonces cuando las sorpresas realmente comenzaron. Resultó que las mellizas tenían un padrastro. La mujer se había casado en segundas nupcias con un señor mulato, José Orozco, que la introdujo,  con absoluto entusiasmo por parte de la alemana, en el mundo del espiritismo y la santería. 
Y ese  fue el origen de mi  primer encontronazo con esa extraña mujer al poco de estar hospedados en su lujoso chalet del residencial reparto de Miramar.
Un día, estando las dos solas en la casa, mi abuela me dijo que quería presentarme a una niña amiguita suya.   (Mi familia había salido al centro  tratando de ubicarse en una ciudad de La Habana que le era extraña tras tantos años de ausencia). Así que, de entrada, aquello fue una agradable sorpresa. Sobre todo por que   pocas  veces  mi abuela se había dirigido a mí desde nuestra llegada. Por supuesto, le dije que me encantaría conocerla. Y entonces, oh Señor, entonces se inició la hecatombe.

Altar de santeria.
Tras llevarme al tercer piso me introdujo en una habitación de pesadilla, con las paredes pintadas de negro, la ventana tapiada, llena de vasos con agua, frutas y viandas cuyo nauseabundo olor hablaba de tiempo y descomposición, un cuarto de cuyas paredes colgaban aterradoras réplicas de torsos humanos, ojos, figuras de niños, objetos que solo tiempo después supe eran exvotos.

Exvotos.

Todo esto alumbrado tan solo por unas velas cuya luz oscilante hacía bailar las figurillas y daba al recinto un ambiente aún más terrorífico. Allí, supuestamente, se encontraba aquella niña que yo nunca vi, a pesar de los insistentes “¿no la ves?”que salían de la boca de mi abuela. “Está ahí, ¿no la ves?”, me repetía señalando al recodo más oscuro de aquella habitación de espanto. Supongo que mi cabeza no pararía de hacer gestos de negación pues, de pronto, exclamó furiosa que no me dejaría salir de allí hasta que reconociera verla. Dio media vuelta y, dicho y hecho. El ruido de la llave en la cerradura fue para mis infantiles oídos como escuchar caer sobre mí la tapa de mi ataúd y el sonido de sus pasos alejándose como una sentencia de muerte.  Creí que nunca saldría viva de allí.
Cuando aquella noche mi familia regresó yo aún estaba en mi prisión, tan consumida como las velas que me habían hecho compañía durante horas, con la pechera de mi vestidito empapada de lágrimas pero decidida a no doblegarme. “Sabes, abuela, no la he visto y no la he visto”. Estas fueron las últimas palabras que, tras abrirme la puerta de mi celda, le dirigí en mucho tiempo. Ahora, en estos momentos de mi vida,  lo siento por aquel fantasma al que negué mucho más de tres veces, si es que el pobre existía y merodeaba por allí, pero sin duda la alemana erró en la forma de pretender iniciar nuestra amistad. A la “cañona”, como dicen en Cuba. Confieso que mi aceptación del mundo paranormal se ha enriquecido  con el conocimiento de hechos tan extraños como estos que ocurrían en el mundo precisamente en aquel 1950.

Supuesto cadaver de un ET.
Un dudoso documento del FBI afirmaba que tres platillos volantes, ocupantes humanoides incluidos, habían sido hallados  en un desierto de Nuevo Méjico tras impactar contra las arenas.  Esto se conoce como “el caso Roswell” y sobre él se ha especulado hasta la saciedad.
También en ese año un avión Globemaster y el carguero El Sancha, en ruta hacia Venezuela, desaparecían  de forma misteriosa en el famoso Triángulo de las Bermudas. Según estudios realizados en 1975, entre ese año y 1945, 37 aviones, más de 50 barcos e incluso un submarino atómico se evaporaron en esas aguas.

En 1950 salió publicado en los periódicos de España que en La Codosera, Badajoz, la virgen se estuvo apareciendo durante varios días a dos niñas, hecho confirmado por cientos de peregrinos pero nunca aceptado por la iglesia. El artículo estaba firmado por Antonio Corredor (O.F.M.).
Y esta otra historia fascinante: en Junio de ese año 50, una persona que vagaba  desconcertada y aturdida  por las calles de New York moría atropellada. En sus bolsillos se encontraron billetes y monedas fuera de circulación  así como una carta en la cual figuraba un nombre, Rudorf Fenz, y esta fecha; 1876. Un agente de la oficina de desaparecidos de la ciudad encontró en el listín telefónico a un tal Rudolf Fenz Al ponerse en contacto con ese número le informaron que una tarde de 1876 el bisabuelo Fenz había salido a dar su cotidiano paseo  sin que nunca se volviera a saber de él. Aunque parezca increible se pudo comprobar que en el archivo de personas desaparecidas de ese año figuraba, en efecto, el nombre de Rudolf Fenz. Se supone que este individuo dio un salto al futuro de 74 años, solo para acabar bajo las ruedas de un coche neoyorkino.
¿Verdadero o falso? Si esta pregunta tuviese respuesta la vida perdería el sublime encanto de lo misterioso. Pero volvamos a la angustiosa situación de los Mariño- Pfarr.
Al día siguiente del choque con mi abuela mi familia me llevó  en busca de otro lugar donde vivir. Y al siguiente y al siguiente pues ya nunca más me dejaron sola con quién yo llamé,  a partir de aquel encierro, La Bruja Mala.   



Pocos días después encontramos un pequeño apartamento en 5 y 12, Ampliación de Almendares, Marianao. (Con posterioridad la numeración se cambiaría por la de calle 70 y avenida 13). Una zona tranquila, a unas pocas manzanas de la fastuosa Quinta  Avenida y del mar, de cuyos efluvios mañaneros podíamos disfrutar y sus inevitables humedades nocturnas padecer. Relativamente cerca de aquella playa de La Concha y de su parque de atracciones que iban a ser la delicia suprema de mi infancia, a unos metros del cine Metropolitan, cuya sola mención evoca en mí cientos de recuerdos, y de la Academia Cima, escuela bilingüe, en la que cursaría mis estudios. Y allí vivimos durante 19 años las queridas mellizas, mi amado padre y yo.
Pero os advierto que las sorpresas que Frau Jenny Yeck de Orozco, alemana, santera y espiritista nos tenía preparadas no habían hecho más que empezar.

Próximo capítulo: El Shanghai. Un teatro muy especial. Primera parte.







sábado, 11 de febrero de 2012

Instantánea 15 - La Habana. El Collar de Perlas



“Si miro por la derecha, solo mar…Si corro y miro por la izquierda, solo mar… Cuando miro hacia atrás es peor, pues no veo ni rastro de mi España y si miro hacia delante es aún más terrible, porque entonces no veo nada. O mejor dicho, veo la nada. Y me entran unas ganas tremendas de llorar y una angustia que nunca antes he sentido.  Este viaje va a ser como eso de morirse, que te vas y no vuelves nunca, y ya no habrá más Alonso Cano, ni giras en tren, ni paseos por El Retiro, ni trajes de Gilda, ni amigos faranduleros, ni escenarios, ni nada…O sea, como estar muerta. Y me entran unas ganas tremendas de llorar. Pero debo contenerme, que bastante lloran ya las mellizas y alguien tiene que mantenerse fuerte. ¿Papi? Con él ni contar pues no hace más que sentarse en la cubierta, cuando el tiempo lo permite, y mirar al cielo   con una expresión tan triste  que vuelven a entrarme unas ganas tremendas de llorar. Y luego está este caprichoso océano bajo un cielo de estrellas inimaginables, de implacable sol, de nubes que se transforman a veces en ogros, en gigantes deseando devorarnos mientras él nos vapulea a su albedrío. Todo eso no nos ayuda en absoluto a recuperar la serenidad.  Sí, me temo que esto va a ser como morirse pero con una agonía de muchos, muchos días.” Así estaba el ánimo de aquella niña de casi nueve años. Así estaba mi ánimo.

Un mes de diciembre de 1949 la familia Mariño-Pfarr puso  pies y  esperanzas en el Vapor Correo Habana, con rumbo a aquella isla paradisíaca en la cual, según ellos aseguraban, encontraríamos la fortuna y el amor de la abuela Jenny, lejos de dictaduras y miseria, de ruinas materiales y morales, pero por desgracia lejos también de mis raíces.  A la friolera de 3000 millas de todo lo que había sido mi vida.

Jardiel Poncela            Camilo J. Cela            Gerardo Diego
La noche anterior a nuestra partida los compañeros de las "Pfarry Sisters" nos habían dado una inmensa sorpresa.

Madrid tenía en aquellos tiempos varios cafés emblemáticos, centros de reunión para los diferentes gremios artísticos y cuyas tertulias han pasado a la historia. Estaban, por mencionar algunos, “El Gato Negro”, en la Calle del Príncipe, que solía frecuentar don Jacinto Benavente, siempre rodeado de una corte de admiradores, el “Gijón”, aún funcionando  en el Paseo de la Castellana, lugar  escogido por intelectuales como Camilo José Cela y Enrique Jardiel Poncela   y en el cual Gerardo Diego presidía una reunión de jóvenes poetas, o el Dorín que, hasta hace escasos años,  siguió dando “asilo” a los actores de Madrid, sobre todo a aquellos que estaban en paro. (Más de un contrato se gestionó en sus mesas).

María Félix          Jorge Negrete        Ava Gardner
Dedicado a distintos fines había otro local, el archiconocido Bar Chicote, visita obligatoria para los famosos que en 1948 comenzaban a visitar nuestra patria;   por citar algunos, el charro más hermoso de Méjico, Jorge Negrete u otro bello producto mejicano, la hierática María Félix, “La  Doña”.   Ava Gardner, tan enamorada de los ¿toros? y hasta el doctor Fleming, al cual el pueblo de Madrid homenajeó en ese año por su descubrimiento de la penicilina. En fin, grandes personajes  se  reunían allí por motivos  más mundanos. Por ejemplo, beber esos exóticos cócteles que habían hecho famoso al local o, por qué no decirlo, gustar del selecto surtido de joven carne femenina que por allí acampaba con fines no demasiado “honestos”. Y luego estaba el café “Las Cancelas”, en Carrera de San Jerónimo. En él cada noche, tras las funciones teatrales, se reunía el auténtico mundo de la farándula.

Pues bien,  la querida Luisita Esteso nos había instado a acudir allí esa noche, según ella   “a modo de íntima despedida”. Pero al llegar al café, nos sorprendió comprobar que el lugar estaba repleto de compañeros  como Estrellita Castro, el gran cómico Ramper, La Yanky, la vedette Trudi  Bora, por cierto también de origen alemán, Raquel Meyer, Pastora Imperio…  

     L. Flores-M. Caracol         C. Morell-P. Blanco
A la hora de cerrar, aquello estaba atestado de artistas de todos los gremios. Por ejemplo una jovencísima Lola Flores acompañada de su pareja, tanto en la vida como en los escenarios, Manolo Caracol,  Carmen Morell y Pepe Blanco,  en fin, que si en esos momentos hubiese caído una bomba sobre “Las Cancelas”, Madrid hubiese quedado huérfano de lo mejor del folclore y las variedades.


Pero lo que más me llamó la atención fue la presencia de una elegante mujer que nunca había visto por esos lares. Me la describieron como  una famosa actriz que,  en el año 45, había tenido el coraje de provocar un sonadísimo escándalo: interpretar el Don Juan Tenorio en el teatro Rialto, pero haciendo el  papel de Don Juan y no el de la Inés. Algo que en aquellos días fue considerado un desafuero y la causa de acérrimas controversias.  El primer caso de travestismo serio en los escenarios españoles.

Ana Mariscal

Me refiero a una Ana Mariscal que, según dijo, pasaba en esos momentos por delante de "Las Cancelas" en compañía del director de la película en la cual trabajaba,  Un hombre va por el camino, y al ver lo animado del local habían decidido entrar.  No sé cómo pero la pareja acabó sentada a nuestra mesa y compartiendo con nosotros el amargo trago  de las despedidas.  Al presentarnos  Ana  a su director como "el señor Mur-Oti", se inició una escena digna de ser inmortalizada en el celuloide. “¿Manuel, Manuel Mur-Oti?”, exclamó mi padre con tono de asombro “¿Arsenio, Arsenio Mariño?” replicó emocionado el director.

Y a partir de ese momento se armó un largo galimatías de abrazos y diálogos montados.

La razón era que, en los años 30 y allá en Cuba, Mur-Oti había sido amigo íntimo de la familia Mariño, llegando incluso a pretender en serio a  Olimpia, una de las hermanas. Mi tía  había rechazado al joven poeta previéndole  un miserable futuro. Pero como los años resultan el mejor cicatrizante para las pequeñas heridas,  aquel reencuentro de Arsenio y Manuel entusiasmó a ambos. “Pequeña, como te pareces a tu tía Olimpia”, me dijo Mur-Oti, estrujando mi carita con sus manazas. ¡Cómo iba a imaginar yo que, muchos años más tarde, a principio de los 70 y estando de nuevo en España, esas palabras y esos gestos se repetirían con decepcionantes consecuencias para mí! Pero ese suceso ya será narrado en su momento. En fin que, según me contaron, aquella noche, antecesora de nuestra partida, fue larga y conmovedora, y digo que me contaron pues la segunda mitad de la misma la pasé, como siempre al llegar la hora de las brujas, durmiendo en dos o tres sillas que a modo de cama mi familia solía habilitarme en un rincón.

Pfarrys Sisters

Aunque ese año había sido mundialmente movidito, en el ámbito de las variedades el movimiento era casi nulo. En realidad aquel era un género tan muerto que la pestilencia   provocada por su descomposición estaba causando una desbandada general. Solo los cantantes, cantaores y bailarines de flamenco  lograban sobrevivir. Muchos de ellos habían conseguido hacerse hueco en la floreciente industria del cine nacional y lo flamenco empezaba a ser una atracción para el incipiente turismo.  Los entrañables “fines de fiesta” tras la proyección de películas, aquellos espectáculos de variedades donde, tan solo con el humilde arropo de gastados telones, tenían cabida magos, cómicos, cupletistas, cantaores y bailarines habían desaparecido. 


      J.L. Borges               Grahan Greene            Arthur Miller

Pero tres obras maestras de la literatura se habían publicado en ese año: La muerte de un viajante, de Arthur Miller, El tercer hombre, de Graham Greene y El Aleph de Jorge Luis Borges.
Ahora volvamos al principio de esta narración:  nuestro voluntario destierro a bordo del Vapor Habana.
Habíamos salido del puerto de Barcelona con un total de 40  pasajeros, y en la parada de Cádiz la cifra subió a 78, una gran parte de los cuales desembarcaría durante nuestra escala en Nueva York. 

Poco a poco aquella “Nausea”, que sentíamos mucho más nuestra que de Curzio Malaparte,  comenzaba a desaparecer. Ya incluso podíamos bajar a comer al restaurante  y el capitán, Don Jesús Marroquín, nos concedió el honor de invitarnos a su mesa.
En el barco, con Gibraltar de fondo.

En ella, junto a nosotros, se sentaban tres caballeros encantadores y a cuya petición,  tras la cena,  yo solía desgranaba mi repertorio de canciones, La vaca lechera, La casita de papel , el Ven y Ven y un Amado mío que seguía siendo mi gran éxito y que solo reservaba para ocasiones especiales. A falta del vestuario, que había quedado abandonado en España junto con gran parte de mi niñez, mi madre me improvisó, con un mantel, un traje “strapless” o “palabra de honor”. Yo hacía mi interpretación mimando la acción de los guantes y moviendo entusiasmada mis enjutos bracitos, mis inexistentes caderas y luciendo esa mellada sonrisa que tanta gracia hacía a mi público. Grandes aplausos coseché en esas ocasiones, caramelos y bravos y un regalo muy especial que me hizo  uno de aquellos caballeros,  el cual era, según supe muchos años más tarde, el gran poeta Leopoldo Panero.

Mi padre sostenía largas charlas  con el bardo, alimentadas por coincidencias políticas y por el hecho de que ambos fuesen admiradores del prócer y poeta cubano José Martí, a quién el vate español había dedicado varios de sus poemas.  Arsenio y Panero habían sido hechos prisioneros por el franquismo al finalizar la guerra civil y tenían mil experiencias que contrastar. Los otros dos comensales  eran Luis Rosales y Antonio de  Zubiaurre, también pertenecientes de la generación del 36*. ¡Hermosa casualidad aquella! Mi padre conservó durante años el manuscrito de este poema que me dedicó Leopoldo Panero, papel que desgraciadamente, acabaría deteriorándose pero cuyo contenido Arsenio tuvo la precaución de copiar y guardar. Es este:                                    

                     Yolanda, Gloria, Rocío, nombre de poema tienes.
                      nombre de barco en el mar y de sol sobre la nieve,
                      nombre que canta bailando su niñez azul y verde,
                      pie con ola y con espuma que hacia La Habana se pierde…
                     Volverás, Yolanda, un día, soñando que estás alegre
                     porque lo que el mar se lleva siempre el agua lo devuelve.
                     Siempre lo devuelve el agua…

                     Siempre…

Texto premonitorio, sin duda, como comprobareis más adelante.

Los días transcurrían y el sabor salado de las lágrimas se fue convirtiendo tan solo  en el regusto del salitre. Recuerdo que en una ocasión mi padre me despertó en medio de la noche con estas palabras; “vamos, Yolincita, que tienes que ver esta belleza”. Medio dormida y en sus brazos me sacó a la gélida cubierta y allí, frente a nosotros, se erguía la Estatua de la Libertad. Estábamos entrando en el puerto de Nueva York. No puedo decir que aquella visión significara mucho para mí en esos momentos. Entre mi somnolencia y mi desconocimiento de lo que aquello representaba volví a dormirme sin siquiera sospechar el manantial de alegrías y esperanzas que, para cientos de emigrantes, había significado esa imagen a lo largo de los años.

Jornadas más tarde, también de noche pero con una temperatura muy distinta, lo que quedaba del pasaje se arremolinaba ansioso en la cubierta del Vapor Habana. Desde hacía días había observado que la estela del barco venía arrastrando cosas hermosas, brillantes y multicolores, saltarines globos llenos de esperanza...  Todo eso en lugar de los dolientes jirones de vidas que nos habían perseguido a nuestra salida del puerto  barcelonés, aquellos  fragmentos de recuerdos que se adherían a nuestra popa negándose  a quedar para siempre perdidos en el mar del olvido.  Ese 22 de diciembre, día en que yo cumplía 9 años, mi padre, sujetando mi mano con un amor que yo sentía matizado de ansiedad, señalando un semicírculo de luces que se iba concretando delante de nosotros me dijo, “¿ves ese collar de perlas? Pues es tu primer regalo en nuestra nueva patria. Son las luces de la bahía de La Habana. Hemos llegado a Cuba”.
La Bahía de La Habana. El Collar de Perlas.

La generación del 36 es un movimiento literario que se dio a conocer en la España de la posguerra. Grandes poetas, narradores y prosistas pertenecen a este grupo. Por ejemplo Camilo José Cela, Miguel Delibes, Antonio Buero Vallejo…Entre los poetas están Miguel Hernández, Federico García Lorca, Luis Felipe y nuestros compañeros de travesía  Leopoldo Panero y Luis Rosales. En aquel diciembre  de 1949 estos últimos, acompañados por Antonio Zubiaurre, periodista y rapsoda, participaban en la Misión Poética que el gobierno franquista enviaba a los países iberoamericanos y viajaban, al igual que la familia Mariño Pfarr, en el Vapor Correo Habana.
Luis Rosales había sido gran amigo de García Lorca y fue estando refugiado en casa de los Rosales que lo apresaron. Lorca fue fusilado sin que la amistad de esa familia, compuesta en parte por destacados miembros de la falange, pudiera salvarle.
Leopoldo Panero fue detenido al final de la guerra y acusado de ser republicano y de pertenecer al Socorro Rojo, un servicio social organizado por la Internacional Comunista que consistía en proveer de alimentos y medicinas a los niños de la zona republicana.


Próximo capítulo: Cuba y las sorpresas. 
                                        

sábado, 4 de febrero de 2012

Instantánea 14 - Camino hacia el adiós (segunda parte)


Se dice que en el País de las Tinieblas vivía una niña que conoció personalmente al demonio. Por supuesto, no al clásico demonio de cuernos, rabo y tridente. ¡Por favor! Ya en aquellos días el infierno estaba mucho más modernizado.
Se comenta que el padre de la niña, un príncipe de reluciente armadura, tras luchar contra los infieles, había sido apresado y conducido a una mazmorra y que fue allí donde, totalmente ignorante de la verdadera entidad de ese ser maléfico, entabló relaciones con un demonio que vagaba entre las miserias de los penados  ataviado con larga sotana, perfecta tonsura y crucifijo sobre el pecho. ¡Qué mejor disfraz podía haber adoptado! Parece ser que el príncipe, tras su liberación, lo recibió en su castillo, permitiendo, en agradecimiento por las palabras de consuelo que el falso monje  le diese durante su martirio, que entrara y saliera a voluntad de sus dominios y de la vida de sus seres amados.

Cuentan que la madre de la niña era una hermosísima diosa de dos cabezas siempre vigilantes, pero que ni siquiera ellas pudieron reconocer a Lucifer tras aquel perfecto disfraz de santidad.


La leyenda dice que un aciago día, la diosa de dos cabezas y el príncipe de radiante armadura, debiendo atender a cosas de sus súbditos, montaron en sus blancos corceles  dejando a su hija, la princesita de siete años, al cuidado  del travestido demonio y que fue en ese momento cuando se desataron todas las furias del infierno.  Rayos fulminantes  surcaron  el pacífico cielo que hasta ese momento había habitado en los ojos de la niña, diluvios incontenibles manaron de ellos y aterradores truenos sacudieron su piel mientras, despojado de su disfraz clerical, Satanás le mostraba su auténtica imagen. Ahora un negro lobo cuya áspera lengua de fuego quemaba la infantil piel, luego  un dragón cuyo fétido aliento infestaba la pequeña boca, o una resbaladiza serpiente que penetraba en el cuerpo de la niña entre aullidos que provenían de ella misma.

No se conoce a ciencia cierta el tiempo que el demonio martirizó a la princesita, pero dicen algunos pájaros que revoloteaban por la almenas del castillo, que escucharon estas sibilantes palabras saliendo de la pestilente boca de una hiena, "como cuentes algo de esto tus padres hervirán eternamente en las calderas de Pedro Botero y tu cuerpo será despellejado por los buitres hasta el fin de los días”

Esto se dice que ocurrió un día en el País de las Tinieblas. España.




La familia Mariño-Pfarr recibió el 1948 trabajando en las Islas Canarias. Arsenio había conseguido un contrato con el director de sendas salas de fiesta en Las Palmas de Gran Canarias y en Tenerife, así que las mellizas, con Jenny  en forma y haciendo ver al mundo que nada perturbaría su entereza, siguieron conquistando a su público. En cuanto a mí, increíblemente libre de ciertos terribles recuerdos, seguía siendo una niña vital y despierta. El príncipe volvió a ser mi padre, la diosa de dos cabezas mis queridas mellizas y el demonio y sus actos  desaparecieron de mi cerebro y de mi vida como por ensalmo. A veces he llegado a pensar que esa virgen de Guadalupe que me regalara Irma Vila había hecho conmigo un milagro, empujando hasta el fondo de mi  subconsciente  imágenes, sonidos y sensaciones de mi violación que mi consciente no hubiese podido soportar. Y allí se quedaron durante muchos años.

Fue feliz aquel 31 de diciembre cálido y soleado, tan distinto a los que hasta entonces había vivido en la península. Bellos aquellos viajes en barco entre las islas y más hermosos aún los paisajes y sus gentes. TODO era hermoso.




A nuestro regreso a Madrid yo traía para mi amigo Pepín una fruta maravillosa que acababa de descubrir; un mango. Segura de que la disfrutaría y ansiosa por ver su delicioso jugo deslizarse por sus sonrosados mofletes,  fui a su casa a buscarle. Entonces comprendí que las desgracias no habían terminado, que la aventura isleña había sido como estar momentáneamente en el ojo del huracán, todo paz y calma engañosa. Pepín había muerto de neumonía.


Sus padres, pobres y desesperados, habían recurrido al estraperlo para conseguir la penicilina que podía haberle salvado, pero  que aún era imposible de encontrar en el mercado oficial.  Aquello del contrabando se había convertido en algo peligroso y salvaje. En Madrid, individuos desalmados, vendían medicamentos adulterados o caducados y en las garras de uno de esos asesinos había caído el padre de Pepín. El único amigo que me quedaba se había ido, haciéndome sentir que el helado Madrid de ese febrero se convertía en una mortaja para mi corazón.

España, tras el bloqueo de las Naciones Unidas, a veces agonizaba con resignación y a veces se revolvía en estertores, como una fiera moribunda. Los suministros alimenticios fallaban y llegó un momento en que las peladuras de esas patatas que de vez en cuando distribuían por la libreta, se convertían en un manjar. El pueblo, que ni siquiera durante los bombardeos a la ciudad había prescindido de su gran afición al teatro, languidecía juntamente con España y los espectáculos teatrales fueron dejando lugar a aquellos del luto y la miseria que nos rodeaban.
Celia en la República
Celia en el franquismo

Solamente la argentina Celia Gámez  y sus revistas, convertidas para la ocasión en comedias musicales edulcoradas y moralizantes, parecía tener abundante público: las damas de Acción  Católica y la nueva y ultra conservadora alta sociedad franquista. Celia era lo que yo llamo una “superviviente” que supo, de forma camaleónica, adaptarse. Pasó de ser una atrevida vedette,  durante la república y la guerra, a convertirse en una comedida y elegante cantante-actriz en la posguerra. Y de ambas formas triunfadora.
Put the Blame on Mame

Una ocasión en que los fallos de suministro habían afectado hasta al indispensable pan, a mi familia y a mí se nos ocurrió una idea. Figuraba en la cartelera una película, Gilda, que conmocionaba  los cimientos de aquella sociedad super católica, llegando incluso la Iglesia a amenazar con la excomunión a quién osara ir a verla. Pocos asistieron a las proyecciones pero aquel Amado mío, que Rita Hayworth doblaba secretamente sobre la voz de  Anita Ellis,  sonaba en las radios y en las gargantas de todas las españolas, sirvientes o servidas, jóvenes o maduras, vencedoras o vencidas, convertida casi en un himno. La imagen de Gilda en los carteles, esa Rita  de verdadero nombre Margarita Cansino y origen español, vestida de raso y con  largos guantes, se había transformado en un icono libertario para el género femenino .

Así que las alemanas y yo planeamos  que, del extenso vestuario de las "Pfarry Sisters", me confeccionaran un traje y unos guantes que remedaran aquella famosa imagen de Gilda, y que así vestida me presentara  en una cercana tahona mientras entonaba la  melodía de Amado mío. Todos sabíamos que los tenderos guardaban a escondidas, para disfrute propio o venta ilegal,  pequeñas raciones de los productos que les llegaban y siendo  la panadera un ser encantador  hacia su tienda nos dirigimos  con la esperanza de que, conmovida, nos vendiera algún chusco de esos que sin duda “disimulaba”. Cuando me coloqué en la puerta,  moviendo mis escuálidos bracitos y lo que deberían haber sido mis caderas al ritmo de esa melodía , convertida en una caricatura de mellada sensualidad, sus risas y sus aplausos me llenaron de satisfacción. Pero mucho más nos llenó la hogaza de pan que pudimos llevarnos  escondida en el zurrón. Y además gratis.

"Amado mío"
Yolanda como Gilda en 1984

Muchos años más tarde, en la España de 1984, cuando me tocó interpretar a Rita  en el Music Hall Lola  y vi  por primera vez la película “Gilda” al completo, descubrí que la imagen de Rita envuelta en raso y enguantada y la canción Amado mío no coincidían. El seductor traje  y los largos guantes pertenecían a la memorable escena de la bofetada, donde ella interpretaba  “Put the Blame on Mame”, mientras que en  Amado mío Gilda vestía un bello traje claro. ( Leyendo últimamente Mis episodios nacionales, he comprobado que hasta su autor,  Fernando Vizcaíno Casas, tan  informado sobre la época de la posguerra, había incurrido también en ese error. Mi conclusión es que la memoria  ha jugado una mala pasada a muchos españoles de esos días, fundiendo la imagen de la más impactante escena de Rita con aquella canción que, quizá por comenzar en castellano y ser de melodía muy pegadiza, había calado en el corazón de los españoles).

Con uno de mis vestidos
En fin, tan exitosa fue  mi actuación en la tahona que,  usando el mismo sistema, logré varias veces  llevar a casa alguna racioncilla de lentejas, con gorgojos, por supuesto, (a los cuales mi padre llamaba irónicamente “proteínas”), de garbanzos y hasta en una ocasión un cuartillo de auténtico aceite de oliva. Consolidada mi carrera de artista ambulante hube de ampliar mi repertorio y  mi vestuario. Lo segundo no era problema, ya que en casa había un variado surtido de trajes provenientes de “épocas mejores”. Lo primero tampoco lo fue. Me aprendí canciones de moda como La vaca lechera o Mi casita de papel y con ello dejaba a mi público satisfecho.

Pero aquella situación no podía continuar. El escaso trabajo, la falta de higiene y de defensas orgánicas provocaban  toda clase de infecciones por hongos o por parásitos… Raro era el español que no había dado cobijo en su cabellera a los piojos o sufrido algún brote de sarna. Horrible imagen, lo sé, pero en absoluto exagerada.
El día que vi salir de casa fastuosos vestidos de teatro y no los vi volver a entrar, la famosa mosca comenzó a revolotear insistentemente tras mi oreja. Pero la constatación absoluta del desastre inminente vino cuando mi padre me pidió las queridas cadena y medalla de la Virgen de Guadalupe, esos objetos  de oro que colgaban de mi cuello desde que Irma Vila me los regalara. “No hay dinero para nada y es necesario vender las cosas de valor para ir sobreviviendo”, me dijo Arsenio con sus ojos húmedos y una voz tan compungida que mi corazón se estrujó como una pelotita de papel. No recuerdo  exactamente mis palabras pero debieron ser algo así como “no te angusties, papi, cógelas, lo único que yo necesito de verdad es a mis padres y su cariño”. De lo que estoy segura es de que aquella escena terminó como un auténtico melodrama; todos llorando y abrazándonos.
Días más tarde, sentados a la mesa de la cocina y alumbrados por la azulada luz de la lámpara de petróleo  “Petromax”,  a la que los continuos cortes en el suministro de luz nos tenían acostumbrados, esa única lámpara que  precedía con su fantasmagórico alumbrando nuestro camino por la casa, como en una película de terror, mi familia me hizo partícipe de tanta información que me resultaba imposible asimilarla.

Mi abuelo Reinhold y mi tío.
Por ejemplo; existían un tío y un abuelo maternos viviendo en Chicago, con los cuales  habían perdido contacto, y, por otra parte,  mi padre tenía otras dos hermanas,  además de Mercedes, la cual era mi madrina.
Mi tía Olimpia

Una de esas hermanas era Olimpia, que vivía con Gloria, mi abuela paterna, su marido y sus hijos en Costa Rica;  la otra era Carmen, casada en Sevilla y cuyo trato se había roto a causa de antagonismos políticos durante la guerra civil. Y luego estaba mi abuela materna Jenny, que continuaba en Cuba, allí donde el trío Dora-Arsenio-Jenny se habían conocido años atrás y donde había brotado ese incombustible “amor a tres”, que tras mi nacimiento se convertiría en “amor a cuatro”. Supe que ambas partes de mi familia, la gallega y la alemana, habían recurrido al generoso cobijo de aquella isla huyendo de la maltrecha Europa y de los desastres de la Primera Guerra Mundial. Y finalmente me informaron de que mi abuela materna, Jenny, nos había enviado los pasajes en barco para que pudiéramos unirnos a ella en Cuba.


España, pues, era tema zanjado para nosotros. No había futuro para mi familia aquí, así que, a principios de 1949  completamos el duro camino hacia el adiós subiéndonos al vapor Habana. Él  nos llevaría a un lugar donde el aire olía a galán de noche y madreselva, donde el azul del cielo era incorruptible, una isla divorciada de la nieve, la miseria y la tristeza y cuya calidez se filtraba en el alma de sus habitantes haciendo de ellos seres constantemente ebrios de música y risas. La isla de Cuba.







Próximo capítulo:  La Habana. El Collar de Perlas.