viernes, 2 de marzo de 2012

Instantánea 18 - El Shanghai. Un teatro muy especial (Segunda parte)





En los comienzos de 1950 y a las 10 de la mañana, la calle Zanja era una delicia, una alarde de exotismo. Tentadores olores brotaban de los restaurantes donde ya  se comenzaban a preparar los aromáticos platos de la rica cocina asiática, chop sui, lo mein,  wanton mee… También embriagaba la fragancia a naranjas frescas que surgía de los carritos donde un ingenioso artilugio, gira que te gira, iba convirtiendo sus mondaduras en perfectas serpentinas de las que emanaban promesas  de jugoso deleite. “¡Nalanjas de la China! ¡A la lica nalanja!".



Era esa calle una fantasía visual de pequeñas chinitas, siempre sonrientes, siempre diligentes, con sus multicolores qipaos o cheongsam, moviéndose con esos diminutos pasos que parecían incapaces de llevarlas a sitio alguno, cargando cestas rebosantes de  verduras destinadas a convertirse en apetitosos guisos. Y también estaban ellos, con sus camisolas muy blancas y sus pantalones negros, su larga trenza, tan educados y caballerosos, inclinando suavemente la cabeza ante quien se cruzara en su camino, fuese blanco, negro o coterráneo.


Al menos esa era la matutina Zanja de la que mi madre y yo disfrutábamos en nuestro trayecto desde Galiano hasta la morada de mi  anciano piano vertical: el “Teatro Shanghai”. Nada que ver con la tenebrosa  y pecadora Zanja de las noches habaneras. 


Aunque nunca volvió a repetirse lo del ensayo, aquel lugar aún me guardaba impactantes sorpresas.

El tercer piso, llamado coloquialmente “gallinero”, estaba cerrado al público y el tramo de escalera que lo precedía era vigilado, durante las funciones, por un fornido hombretón dedicado a impedir todo acceso al mismo . Desde el patio de butacas, sobre todo durante el día, se podían observar  las oscuras cortinas que cubrían aquella última balconada, obstaculizando cualquier visión al interior. Esa misteriosa ocultación  llegó a ser demasiado para mi curiosidad infantil. Así que, aprovechando que nunca había visto en mis mañanas "pianísticas" rastro alguno de mi abuela o su marido, amparándome en la ausencia momentánea de mi “guardiana” y en la total soledad imperante, decidí un día escabullirme hacia las escalinatas y desvelar  aquel misterio. La suerte me acompañó en la aventura y llegué sin percances al cortinón que cerraba el último tramo de escaleras. Cuál no sería mi sorpresa al descorrerlo y hallarme frente a frente con una serie de estatuas, tamaño natural, de vírgenes y santos.

         San Lázaro                            Virgen de las Mercedes                  Santa Bárbara
Ante mis ojos aparecieron una Santa Bárbara, un San Lázaro el Pobre, una Virgen de las Mercedes que excedían en mucho mi tamaño y que me miraban como  reprochando mi intrusismo. Esas figuras, y varias más que yo no reconocía, llenaban aquel espacio en forma de herradura. Y en el centro de ese semicírculo había un pequeño altar cubierto por el primoroso tapete de blonda que habíamos traído de España como regalo para mi abuela.



Sobre él reposaban varios vasos de agua y algunas figurillas, inidentificables para mí.  Llena de sorpresa, de pie frente a la Virgen de las Mercedes recordé de pronto aquella caja de madera de dos metros por uno y medio que había viajado con nosotros en el Vapor Habana y  cuyo contenido me había sido un día revelado; “Hijita, traíamos una virgen de las Mercedes que tu abuela nos encargó le compráramos  en España”. (Ver Instantánea 16).  Recuerdo que al instante de ver la hermosa talla pensé, “así que aquí está, frente a mí, otra española inmigrante, seguramente sintiéndose tan perdida y desplazada como yo”. No sospechaba que, al igual que sus compañeros de estancia, mi compatriota  había sido rebautizada. Ella era, desde su “nacionalización Yoruba”, Obatalá,  San Lázaro el leproso era Babalú Ayé, Santa Bárbara era Changó y algunas de esas grandes figuras que yo no  reconocía eran La Caridad del Cobre, patrona de Cuba e identificada por la santería como Oshún y La Virgen de Regla, o Yemayá.

La Caridad del Cobre

La santería es una creencia religiosa surgida de un sincretismo de elementos europeos y africanos. Los negros esclavos, los yorubas,  a los que pronto se conoció como lucumíes por su saludo, “o lu ku mi”, que quería decir  “mi amigo”,  tenían prohibido por los amos ejercer su religión así que decidieron amalgamar a sus santos con los católicos. En la santería existe una sola fuerza universal a la que llaman Olodumare, equivalente a nuestro Dios. Luego están los Orishas, deidades que rigen los diversos aspectos del mundo.

La señora Jenny Jeck de Orozco era nada más y nada menos que una “babalosha”, es decir, una santera con ahijados consagrados. ¡Un alto cargo! En el lugar que acababa de descubrir  se hacían misas de sanación y se pretendía contactar con parientes muertos.  Es lo que ahora conozco de esa religión y de aquella “iglesia”. Pero en un principio toda esa parafernalia me parecía  algo maléfico y hasta diabólico.

También había en el salón un gran cuadro del Papa Pío XII, quién, a pesar de no estar aún muerto, convivía con los  rebautizados santos católicos.  Según mi abuela Pio XII era su alma gemela y con él sostenía, ella aseguraba, largas charlas diarias. Telepáticas, supongo.

Papa Pio XII

Este Pontífice ha sido un personaje controvertido. En 1941,  el New York Times le dedicaba su editorial de las navidades, elogiándolo por su declaración de estar contra el hitlerismo. Acérrimo anticomunista, al  finalizar la segunda guerra mundial Pío XII se volvió exageradamente intransigente. Él fue quién, en el 49, ordenó nada menos que excomulgar a todos los comunistas “pasados, presentes y futuros”, como ya he mencionado en una de mis narraciones anteriores.  Más tarde, en el año 53, firmó con el dictador Francisco Franco un concordato que dio origen al llamado “Nacional-catolicismo” español, convirtiendo así a la Iglesia en una institución omnipotente e intocable en España. Lo mismo hizo en una República Dominicana que estaba en esos momentos bajo otra férrea dictadura; la de Rafaél Leónidas Trujillo.


A la muerte de Pío XII, algunos de los mismos judíos que durante la guerra le habían agradecido públicamente actitudes  que parecían solidarias, se volvieron en su contra.   Tras una ardua investigación, el Estado de Israel le acusó de haber archivado, en 1939, una carta contra el antisemitismo y el racismo que su predecesor había dejado  preparada para que se hiciera pública. Y no fueron estos los únicos cargos que le imputaron. Fue también acusado, tanto de no haber elevado protesta verbal ni escrita contra el asesinato de judíos como de haberse negado a firmar, en el 42, una declaración de los Aliados que condenaba el intento de exterminación de los judíos. Así de confusa fue la actitud de este Papa. Y es que así de contradictorio y confuso tenía que ser ese individuo para convertirse en el favorito, en el “alma gemela” de mi señora abuela. Pío XII falleció en 1958.

Pero volvamos al tan especial Teatro Shangai. Pasado algún tiempo de mi último descubrimiento, es decir, de aquel “gallinero” que  mi familia calificó como una "iglesia diferente", así, sin más explicaciones, tal y como solía hacerse en esos tiempos con los niños, uno nuevo  me llenó de sobresalto.

Una de esas mañanas en las que, sentada frente al piano, la inspiración y la disciplina habían decidido abandonarme, el diablillo de la curiosidad volvió a picarme. Pensé que hacía demasiado tiempo que no me embriagaba con el olor a maquillaje y polvo que llenaba los camerinos, con la excitante visión de esos desordenados trajes y zapatos que guardaban golosamente, de noche a noche, los recuerdos de aplausos y bravos. Así que, envalentonada por el éxito de mi anterior aventura, me dirigí al foso donde se encontraban los vestidores. Una por una fui abriendo puertas que me retrotraían a mis días teatrales en España, encontrando tras una, un sinfín de gasas, tules y volantes, tras otra, braguitas y sostenes de pedrería y lentejuelas, en el de más allá esmóquines, sombreros y multicolores pantalones y en el que  pertenecía a la orquesta, trompetas, saxofones, maracas y bongoes…Todo un festín visual haciéndome regresar a  un mundo que durante años había sido el único para mi.

Pero al abrir la última puerta una violenta ráfaga de desconcierto me zarandeó. Tan solo unas sillas, algunos juguetes y pañales tendidos a secar  ocupaban aquel recinto y una mezcla   de olor a  leche, caca,  orina y talco agredió  mis fosas nasales. ¡Sin duda allí habían estado, en tiempos cercanos, niños! En mi calenturienta imaginación surgieron imágenes de bebés secuestrados e inmolados  en honor a alguna satánica deidad, a alguna de aquellas inidentificables y oscuras figuras que yacían sobre el blanco mantel de blonda que habíamos regalado a la abuela. Ante estos espantosos pensamientos salí despavorida del lugar, subí a trompicones los escalones que me llevaban al patio de butacas y esperé a mi madre, acurrucada y aterrada junto al piano. Al llegar  Dora a buscarme y contarle entre sollozos mi hallazgo, la explicación que entre risas me dio fue mucho más explícita de lo habitual. “Yolandita, varias de las mujeres que aquí trabajan cada noche tienen hijos pequeños y nadie con quien dejarlos. Esa es la habitación habilitada para que puedan estar los niños,  acompañados por alguna de las abuelas, mientras las madres están en escena.” Ante la aplastante lógica de estas palabras no me quedó más remedio que pedir perdón con el pensamiento a Frau Jenny Jeck de Orozco y liberarla, de momento,  del apodo de Bruja Mala que yo le había impuesto desde aquella cruel encerrona a la que me había sometido   a los pocos días de llegar  la familia Mariño-Pfarr a Cuba. (Instantánea 16. Cuba y las sorpresas.)



Sintetizando: en el “gallinero” del Shangai, mientras el burlesco, los desnudos y las películas porno alborotaban la sala,  hermosas figuras de santos aguardaban las mañanas de los  fines de semana. Era entonces cuando  ante ellas se celebraban misas espirituales, invocaciones a difuntos, limpiezas y toda la parafernalia que rodea a esos ritos propios de la santería. Aquella era la auténtica utilidad que se daba al misterioso y encortinado tercer piso del anfiteatro. ¡Aunque muchos lo supusieran una especie de mueblé, un lugar donde las artistas, tras las funciones,  engrosaban sus estipendios con servicios personales! Y para colmo en el foso de ese teatro, en un “Kirdergarten”  lleno de risas y juegos, los hijos de las sicalípticas pero amorosas madres esperaban, bien cuidaditos, a que ellas  acabaran sus labores. ¡Sorpresas, sorpresas!
En fin, esta eera la “cruz” de la “cara”,  el anverso y el reverso del famoso Teatro Shanghai de La Habana.

P:D:
He aquí la Puerta de los Dragones, la nueva entrada a la calle Zanja, un regalo que le hizo  la República Popular China a Cuba a finales de 1990. Sin admitir comparación con las suntuosas  entradas a barrios chinos de otros lugares del mundo sí tiene ésta una peculiaridad;  al traspasarla se pueden observar viandantes de cualquier nacionalidad menos chinos. Prácticamente todos los asiáticos que allí regentaban negocios y  moraban, abandonaron Cuba tras el triunfo de la revolución.  Es decir, que realmente la isla tiene un barrio chino casi carente de chinos.
 
Próximo capítulo. Alemania tras la guerra.



 

6 comentarios:

  1. Esto esta formidable. Eres una narradora soberbia, tienes el poder de evocar no solo imagenes, sino olores y ademas los contextos historicos, politicos, religiosos. Gracias por estas memorias tan sabrosas. Tienes que sacar esto en libro. Ademas, tu atencion a poner fotos y todo. Que disciplina! Felicidades!

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  2. Es una narracion preciosa, me trae tantos recuerdos. Felicidades

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  3. Queridisima escritora, eres fabulosa! Me he leido todos los capitulos hasta ahora, y indicada por mi querido amigo escritor Daniel Fernandez. Todo me trae recuerdos, y mas recuerdos. Lo que mas me dejo perpleja, es que naci en el 1956 en el reparto de ampliacion de almendarez, de madre francesa, recien llegada a cuba en el 48, y de padre cubano hijo y nieto de muy ilustres musicos cubanos los de la Torre, ubicados en la calle san lazaro 1001, donde luego durante los cinquenta se convertiria en el circulo de amigos de la cultura francesa. felicidades, y muy impaciente de seguir leyendote!

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    1. Estimada Madame Jo, gracias por sus palabras. No sabe cuanto animan opiniones como las suyas. Por lo visto en una época fuimos "vecinas" y, además, tenemos en nuestros genes una bonita mezcla. Ya que disfrutamos de un amigo mutuo tan importante, permítame que tambien la considere mi amiga. Espero que siga disfrutando de mis experiencias pues aun falta lo mejor.
      Reciba un abrazo
      Yolanda

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    2. mi papa se llamaba orlando orosco y el me hablo mucho sobre el teatro y que el trabajaba con su tio

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  4. es muy exacto lo que comentas yo era en esa epoca muy nino pero recuerdo que Pepe Orozco que era mi padrino me llevaba por el teatro pero de dia en aque lcadillac morado su chofer se llamaba Tomas si mal no recuerdo muy buen blog del recuerdo

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